Y para muestra, el terrenito que a pensa vendió la familia Cisneros, ¿a quién cree?… a su archienemigo Héctor Ortiz.

Lo que más me sorprende del terrenazo entre el bulevar Revolución y la Ribereña (sí, ahí donde está una ostionería… creo que la Guacamaya) son sus dimensiones (cabe lo que quieran), su ubicación (en la zona nice de Tlaxcala) y su nuevo propietario, el ex gobernador Héctor Ortiz Ortiz (el mismo que según Joaquín Cisneros, es el pillo que debería ir lejos a gastar su dinero malhabido).

Pero no deja de inquietarme que el corredor de bienes raíces encargado de hacer la transacción, haya sido el propio Juaco, porque verán ustedes, el predio del que hablamos pertenecía a la seño Martita Cisneros Fernández, carnala del presidente vitalicio de la Feria, vecina desde hace décadas de la Madre Patria y, no crea usted que libre de la tremenda crisis financiera del Euro, digo, al grado que ha tenido que disponer del terrenito este para pasar el trago amargo ocasionado por la mala racha de toda esta franja: España, Portugal, Grecia, Italia y hasta Francia.

Constructor, de espléndidos gustos y rico lo que se dice rico, mister Juaco (el millonario dueño de media ciudad peluche) ha tenido que guardar aquellas expresiones denostativas en contra de su ex contrincante en las urnas (a ninguno se le hizo un hueco en el Senado) y mejor se dedicó a hacer lo que siempre le ha generado ganancias exponenciales: vender terrenos (y también comprarlos).

Y al grito de: «eso de que te fueras lejos, Hétor, era pura jalada», aceptó la millonada por el terrenito ese que le platico, por cierto en la misma avenida que se yergue el Hospital Humanitas, registrado bajo el nombre de un galeno de Zacatelco al que le ha ido de maravilla desde que aceptó prestar sus generales para ciertas cuestiones de carácter notarial… ustedes saben verdad… minucias…

Pero pasada esta página de la melosa historia a la cual llamaremos: «Los Ricos también tranzan» (cómo crees), caemos en la cuenta que en dicho libreto, estos bárbaros se aplastan en torno a una mesa de juegos y quitan, ponen, se encabronan, se contentan, se divierten y a veces pierden, pero nunca dejan de ser los mismos capitalistas panzones cuyas cuentas se acumulan como espinillas en la nariz de un puberto luego de atascarse con alguna de las delicias que venden, por ejemplo en la Guacamaya (jeje).

Intercambian mensajes, usan a los medios para lanzarse códigos más o menos: «oye, tengo una lanita pues acabo de dejar el poder, no tienes por ahí algo que te sobre». Y del otro lado podemos escuchar: «simón, pero déjame madríarte un poco, pa’guardar las apariencias porque luego ves que los inches chismosos de los medios nos critican por ricos y guapos».

No está usted para saberlo pero, en el inter de las campañas de descalificación entre estos ricos faltos de ética, por ejemplo, Juaco ha aplicado su sensible gusto a la casa de quien entonces era gobernador… Mira le  ponemos una sombrita por acá, y la fuente de un chamaquito que esté haciendo pipí a medio patio, y un pinche solezote que aparezca cuando metas las patas a la alberca, no le aunque que haga un chingo de frío…

Luego venían los constructores de esas épocas a arreglar las malechadas, digo, los detalles que salieron de la inspiración del dueño de media ciudad peluche. Lo primero costó una millonada, y los segundo: ¡también!.

Por lo tanto, si es usted uno de los damnificados por el Vendaval de Rancho Seco, y se quedó sin chamba, no se olvide que conserva el orgullo de pertenecer al estado donde los ricos podrían ser personajes de una novela de altos vuelos, mejor que Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez. Es más la podemos bautizar como: Cien Años de Impunidad. Lo malo es que a penas vamos a la mitad de los capítulos. Aquí les presento un parrafito de dicho proyecto literario, monstruoso como podrán ustedes juzgar:

… La hermana mayor, Beatriz Elena Amaranta, viajó con su habitual corte de género por horas y horas a través de un camino vasto en verdes para evocar los buenos tiempos de la generación atrás, cuando encargada del destino de sus hermanos menores, arrancaba uno a uno los golondrinos, anidados entre sus laberintosas axilas con holor a humo. Aureliano Héctor, tal vez el más leal bajo esa línea de sangre hubo, con el paso del tiempo, de transformar su humanidad, de aquél alfeñique morenito y enfermizo a un robusto roble de mil copos, en cuyas ramas resonaba en las madrugadas el trinar de treinta mil aves, unas monstruosas, otras más, como los ataques de histeria que al bello José Arcadio Mariano comenzaron a afectar a causa del lógico narcisismo en el que tenía que sucumbir porque su belleza no conocía más límite que la mirada escrutadora y desconfiada del coronel Emilio Sánchez, un viejo de salvaje gracia y donaire suficientes para quejarse por tratar igual al desigual. Pero Aurelio Joaquín jamás pudo superar sus apetitos de riqueza, precisamente por lo que el coronel sostuvo oscuros y misteriosos ojos sobre cada uno de sus hazañas, en la misma cantidad que lo hizo con José Arcadio Mariano, quien acabó por contraer el mal de sambito, a causa de andar a salto de mata con la doble vida que le permitía hacer los peores negocios con la crianza de toros bravos, mas salir airoso gracias a los menajes ajenos. El otro querido hermano, José Arcadio Sánchez Anaya, usó con tiento el poder del que le proveyó la hacienda de mulas, entre las cuales muchas veces se confundió, ante la afanosa búsqueda de Beatriz Elena Amaranta, para reclamarle el haber golpeado con saña el pesebre, usado para aquellas fechas como depósito para la mezcla de totomoxtles, avena, órganos molidos y aguamiel extraído de los magueyes místicos, especiales porque jamás fermentaron, lo hacían hasta estar dentro de las vísceras de las bestias de carga que al ingestarlas desquiciaban su trote y a veces estaban en los corrales de la derecha y a veces en los corrales de la izquierda… (continuará)

Sí es la mala novela Cien Años de Impunidad, y el capítulo que hoy nos afecta tiene que ver con la peste de la pobreza que llegó a a la villa de Tlaxcala-Macondo, pero como les decíamos aquí arribita, eso será materia de otra entrega.

Mientras tanto hay que resignarse a la pasión que despierta el buen o mal negocio de parte de uno u otro de los protagonistas de esta compra-venta de mi estado, cuya liberación de los sesenta y tantos hacendados que llegaron para quitarnos nuestras tierras, degeneró con el tiempo en esta pachanga que hoy vivimos.

Los insaciables de antes, cambiaron sus nombres y sus estrategias. Pero los acasillados seguimos siendo los mismos, o sea la mayoría. Uno que otro, vía el rasterismo que antes no había, han decidido dejar a un lado la dignidad y se fueron convirtiendo en los oficiales mayores de los nuevos dueños de Tlaxcala.