La satisfacción del deber cumplido puede dar múltiples interpretaciones al concepto “razonable”. Podría ser la incapacidad para atenuar la ilimitada arrogancia de los intelectuales en el poder… razonablemente sucumbieron a sus apetitos… razonablemente reprobaron asignaturas básicas.
Con seis años de gobierno a cuestas, el decir adiós razonablemente al poder parte del color del cristal a través del cual se enfoque.
Una de las obras más abultadas, la plaza del Bicentenario, sirvió de marco al gobernador Héctor Ortiz, para plantearnos su versión del ejercicio desempeñado. Si el tesón usado en esta se hubiese aplicado a otros proyectos, diríamos adiós tal vez a la mejor administración estatal.
La dilación, empero, de trabajos como la ampliación de un tramo a Calpulalpan, echa por tierra el esquema pretendido y, nos hace guardar, con escasa gratitud, recuerdos de personajes involucrados, como Víctor Cánovas, involucrado en dicha construcción y, expuesto por mérito de sobra a la evidente reprobación del respetable.
Vendedor de grandes ideas, el nayarita transitaba de proposiciones de gran envergadura, a la razonable aceptación de la complejidad que significa el solo hecho de someter los proyectos al desgastante filtro de la burocracia. Filtro, por cierto pletórico de conveniencias y desviaciones, como lo fue su papel de obstáculo en la interlocución dentro y fuera del gobierno.
Yace en el expediente muerto, la edificación de un hotel de cinco estrellas en el Parque de la Juventud, la vastísima extensión adquirida para instalar el Puerto Seco y el súbito e ¿inconveniente?, cambio de ubicación de la Central de Abasto.
Esas obras quedaron inconclusas para la posteridad. Que la voluntad del nuevo gobernante las incluya en su agenda es lo deseado por todos. Tirar por la borda proyectos de este nivel sería suicida para el legítimo derecho de ver con sello propio ese concepto de progreso, tan cambiante sexenio a sexenio.
Es un hecho que el reparto de poder encabezado por Ortiz, permitió llevar las riendas del régimen concluyente, bajo un innegable marco de estabilidad.
Funcionó la inteligencia. Ningún problema desbordó pese a sus consecuencias.
Accidentes, conflictos vecinales, irrupción de organizaciones interesadas en enquistarse, esos fueron eventos a los cuales se sorteó con talento innegable.
Sin embargo, la oportunidad de arraigar a los intelectuales, en tanto alternativa a los gobiernos de hacendados, tuvo su más estrepitoso fracaso.
Primero, el proyecto aparentemente invulnerable cedió a la tentación del exceso. De una visión social vía el conocimiento, vimos no a familias, sino a personajes en doloroso encumbramiento. Vimos un reparto grotesco de concesiones, beneficios, patentes, potestades y hasta liderazgos, encauzados por caminos bien distintos a los planteados por la autoridad conversa en caciques académicos.
Fue imposible retener la cascada de ambiciones. Quienes no tenían y llegaron a tener, locos se volvieron y nada más nos faltó el tristemente célebre actuar de Arturo Durazo Moreno, recibiendo condecoraciones de la sinrazón y del cinismo.
Se dice fácil. Seis años de estabilidad política pese a las ambiciones propias es un reto.
Recuerdo el entusiasmo de los grupos orticistas por coronarse en aquella elección novembrera cuando nunca Enrique Jackson, nunca abandonó a un Mariano González, desencajado, decidido a no aceptar las fallas de su sistema de inteligencia. Sus redes fallaron.
Yo diría que la gente estaba hastiada de dar su voto a los ricos que se hacían más ricos en el poder.
Y con el tiempo, otro factor sorprendió a los académicos. La tozudez del presidente Calderón, para sacar del anonimato a un personaje incapaz siquiera de conciliar a los grupos que la harían ganadora o perdedora.
A la llegada de quien protagonizó ese fracaso electoral panista el daño ya estaba hecho.
Digamos que fue una formidable coartada para dejar la obra inconclusa. Y no me limito a la obra pública, sino al sello indeleble impreso al ejercicio de poder.
Hoy vemos seis años, ni perdidos, ni ganados, solo transcurridos.
Pudieron ser admirables. Pero no.
Este trecho nos deja un buen aprendizaje.
La arrogancia de los académicos es su peor enemigo. Paradójico, verdad, quienes debieron ser administradores ejemplares, gracias a sus maestrías y doctorados, reprobaron una materia básica: la honestidad.
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