A quién se le antoja el retorno del diazordacismo y sus decisiones que aún se siguen lamentando; o el lopezportillismo y nuestra frustrada oportunidad de administrar la riqueza. Peña se inclina por la presidencia democrática, pero aquí se le ven visos del retorno del culto al tlatoani.

No sé si en su beneficio o al contrario, el mandatario estatal, Mariano González Zarur, celebra lo que él llama el retorno de la figura presidencial, con la polémica asunción de Enrique Peña Nieto.

Si la solemnidad, otrora condición fundamental del partidazo: la forma es fondo, hiciese por sí un mejor país, bienvenido el culto a la persona del inminente tlatoani, mas él mismo, el presidente electo, diseñó -espero que sea una aportación propia- el famoso decálogo de cambio, a través del cual privilegia un renovado rumbo social, al llamar Presidencia Democrática, a la que será su administración.

Peña Nieto, de menuda pero cuidada presencia, sabe que la mitad del país lo observa con el recelo consecuente de una nutrida participación en las urnas, incapaz de sobreponerse a las aplanadoras mediáticas y el cuestionado reparto tumultuario de tarjetas Monex, para surtir en una tienda de autoservicio (Soriana) la novedosa manera de estímulo sufragante (no sin llevar un escrupuloso control de los múltiples grupos beneficiados).

Vista como una nueva oportunidad aplastante para ver su retorno como la oportunidad de setenta años más en Los Pinos, ese concepto marianista de loas al Presidente, nada más por serlo, es una sentencia a la rendición incondicional anticipada ante el retorno de un priísmo avasallante que, por cierto, en el territorio tlaxcalteca tuvo sin duda, la derrota más sonada del ejército tricolor.

Mariano tiene razón al criticar la frivolidad de Vicente Fox Quesada, quien en sus empeños por echar de Los Pinos al PRI, no sólo acabó con la solemnidad del todopoderoso alentando a los caricaturistas a dibujarlo si más exageraciones que sus propias ridiculeces, sino que cometió atrocidades como aquél inolvidable desfiguro en contra del líder cubano, Fidel Castro Ruz, y la abyección de: «comes y te vas…».

El mandatario estatal muestra mesura al hablar del presidente en turno, Felipe Calderón, quien a su parecer pudo recuperar un poco de solemnidad respecto a esa figura que nos ocupa y que, en el último trecho de su gobierno tuvo verdaderos espasmos de megalomanía.

Pero elogiar a Peña, el avezado lector de sólo unas partes de la Biblia, el candidato que logró unificar en contra criterios en las juventudes universitarias, ricas o pobres, es un planteamiento de desafío a la inteligencia de toda una generación cuyo concepto del poder cambió de fondo la percepción de los mexicanos, respecto a quien los habrá de gobernar.

Por eso la cautela peñista para llamar a la cohesión.

Hasta ahora no he escuchado del presidente electo una sola frase acuñada en torno a la posibilidad de convertirse en el superhombre capaz de lastimar a su país con acciones impopulares como aquella de llamar a las masas a amarlo como sí en cambio ocurre en naciones bajo sistemas monárquicos.

Es evidente la loa a Peña, como la abrigada esperanza de lograr su ayuda para acabar con los notarios orticistas, tal y como no pasó con Calderón, quien no movió un dedo pese a los reclamos de Mariano, expresados al secretario de Gobernación, Alejandro Poiré Romero.

En una entrevista radiofónica pudo verse la concepción marianista en pleno.

Es legítima la defensa hecha de sus proyectos, pero verlos a través de un cristal de naturaleza cortesana, no es -según lo percibimos- la manera más lógica de colaborar en la brega para alisar el camino, con grandes obstáculos, al inicio del gobierno peñanietista.

Mire que haber expuesto en niveles tan altos un tema bajo el dominio del Poder Ejecutivo local, me resulta un exceso, cuando con Poiré pudo haberse entablado una constante para tratar el grave tema de la inseguridad pública, la violencia, el tráfico de personas, la trata, el narcotráfico y, lo peor: la disputa de grupos armados por tener exclusividad en la plaza.

Ahora, si lo vemos desde una perspectiva estética, seguro que Peña retrata mejor que Calderón. Y la próxima primera dama, Gaviota, también, a lado de la muy respetable y sensible Margarita Zavala.

Pero la estética no tiene un ápice de influencia sobre la figura presidencial.

Al país no le hace falta regresar al diazordacismo y sus decisiones fatales, con heridas que nunca van a sanar. Tanto menos un populismo endiosado del echeverrismo, hoy por hoy la gran escuela de la generación de políticos que disputan en Tlaxcala el poder.

Y qué me dice de Salinas de Gortari.

Él mismo ha actualizado su forma de conducirse ante los nuevos escenarios, optando por publicar libros que narran su particular modo de ver a la política, pero alejado del caviar y la champaña, servidos a placer en su sexenio, casi a modo de las grandes expectativas lopezportillistas de aplicarnos a fondo para administrar la nueva etapa de riqueza inacabable. Ah que difícil es recordar esos episodios…

A no ser que Mariano se refiera al ridículo ganado a pulso por Alfonso Sánchez Anaya, y su megalomanía incluso ante el ejecutivo federal en turno, Ernesto Zedillo Ponce de León, quien pese a estar en el patio central del palacio tlaxcalteca hubo de llamar a ASA a la prudencia, cuando esta daba muestras de un activismo caudillo, aun más marcado que los personajes de la izquierda de ese momento.

Entones se impuso la figura presidencial.

Hoy son otros tiempos. Resulta ocioso evocar esos escenarios.

Me parece más procuctivo pensar en la Presidencia Democrática propuesta por el ex mandatario del Edomex.