Quien lo hizo, materializó la desvalorización que vivimos desde que a Tlaxcala la gobierna el desánimo, el fratricidio, el priísmo desbordado que compra franquicias y las explota hasta reventar.

Despojar a Xicohtencatl Axayacatzin de su arma es un atentado con saña a nuestra identidad. El hecho, en tanto romper al bronce en pleno corazón de Tlaxcala y ante la inutilidad de las cámaras de video retrata a la seguridad pública como lo que es: deficiente.

Quien lo haya planeado, calculó el malestar por esta suerte de castración. El momento no es menos significativo. Estamos en la víspera de la renovación de los tres poderes y, un acto de semejante vileza golpea un valor al margen de los partidos políticos.

Dentro o fuera del territorio nos enaltece la furia indómita de aquél a quien consciente o inconscientemente veneramos emulándole en su entereza.

Nos hallamos entre dos circunstancias. Esta, que traemos pegada al corazón y a la tlaxcalidad de nuestra auténtica oriundez. La otra, que evoca el incómodo pensar de Jesús Reyes Heroles, cuando en forma infame nos azota refiriendo a la bravura de la crianza en alguna de las ganaderías, por sobre la mansedumbre manifiesta en momentos determinantes.

Yo creo que el responsable, consciente de la pachanga en que se convirtió la democracia en esta tierra decidió causar el daño al guerrero, fondo de nuestro temperamento. Lo haría, no sólo para evidenciarnos inermes ante el fiero ataque de plagas como el yunque. También para exhibir las luchas fratricidas que nos apartan del rumbo original.

Xicohtencatl desarmado, es una desgarrante metáfora de nuestra situación ante el juego cupular que, nos coloca en formaciones pasivas, que aceptan humilladas su destino y son incapaces de levantar la mirada porque el macuahuitl ya había dejado de ser sostenido por la diestra del guerrero desde que a esta tierra la domina el desánimo.

La ruptura del bronce en plena Plaza Xicohtencatl nos exhibe con una policía dedicada a robar carteras, con un general responsable metido en juergas donde la inconsciencia por atiborrarse de licor lo llevó a mostrarse violento en medio de un mundo de gendarmes custodiando su impunidad.

Es el silencio guardado por diputados y funcionarios cuando un niño denunció en la tribuna del Congreso del estado de Tlaxcala, haber sido abusado sexualmente, lo mismo que a sus dos pequeños hermanos y ante la complicidad de su madre.

Es burlarse de la gente al ofrecer pagos de diez mil pesos a quien descubra a un mapache, siendo que el sistema de gobierno devino en una colonia de esos seres tan hábiles con las manos y tan vastos en mañas.

Tiene que ver con la conducta de diputados que interrumpen su improductividad para contender como candidatos a alcaldes. Y viceversa, alcaldes que sueñan con ser gobernador y dejan un estercolero tras de sí.

Acaso no nos damos cuenta de la infamia que reviste el usar los medios del Estado para trasmitir el mensaje de una iglesia. Y que el representante de esa iglesia se arrogue facultades para intervenir en decisiones de gobierno, por el simple hecho de formar parte del trust en el poder.

Esa, señores, es la desaparición del arma de Xicohtencatl.

Y, considero como una obligación de cada uno de los aspirantes a gobernarnos, el asumir una postura tras la catástrofe de identidad que nos aqueja desde que a alguien se le ocurrió materializar lo que ya venimos arrastrado desde que a nuestros gobernantes les dio por perder su carácter de guerreros y se convirtieron en oscuros personajes que medran debido a nuestra pasividad.

Si el silencio se impone a ellos, estaremos convencidos de la mascarada a la que se nos invita el cuatro de julio.

Porque aquél que sea capaz de devolvernos nuestra calidad de indómitos se hará con un liderazgo al cual no vencen ni votos comprados, ni mapacherías inducidas.