Entre el 26 de enero y los primeros días de junio de 2010, el padre José Rojas Valadéz, burló a la autoridad, al ejercer su ministerio pese a tener en contra una orden de aprehensión; supuso carpetazo, pero no, no va a quedar impune.
Entre finales de enero y junio del presente año, el cura de el Carmen Tequexquitla, José Rojas Valadez, vivió una etapa de presión creciente, en los fueros común y el judicial interno de la Iglesia Católica.
Según las autoridades, desde el 26 de enero, se encuentra prófugo de la justicia. Pero resulta más que asombroso que hasta mediados de año siguió con su función pastoral en aquella Parroquia, tal vez apostando equivocadamente a la impunidad.
Tal escenario no se dio. Al contrario, enfrentó, como no lo esperaba, la abierta presión del obispo, Francisco Moreno Barrón.
Entonces se registró algo inusual: su renuncia.
Pero, ¿puede dimitir un ministro religioso tras veinte años de vigencia, alternando liderazgo espiritual, creciente relación con supuestos grupos del crimen organizado y en el colmo, injerencia política, más allá de procesos locales, porque su mano se extendía a los órdenes estatal y federal, sí señor, así era su influencia.
Si me agobia la presunta amoralidad de Rojas, más lo hace la evidente debilidad del colectivo católico de Tequexquitla.
Pastores y rebaño insisten en la hegemonía de los primeros y la incondicionalidad del segundo.
Todo les confían: formación de los hijos, consejería a los matrimonios y hasta asesoría en materia de negocios.
¿Es la versión actualizada de la Santa Inquisición? Si acaso ha cambiado el ardor físico de la hoguera al condenado, por el ardor irreparable del alma al ver a un hijo corrompido, abusado, en el peor de los casos.
Pero, quién tiene la culpa.
¿Los ministros, por detentar la confianza absoluta de sus ovejas, o éstas, por dedicar sus horas a otras actividades, seguramente tan prioritarias que, hasta de los hijos se olvidan?
¿Y el Estado?
La perfección legal del Artículo 130, al tiempo que inhibe a la autoridad civil a cualquier tipo de injerencia dentro del ministerio religioso, también otorga competencia a las autoridades administrativas para juzgar los actos del Estado Civil.
Los sacerdotes, antes que cualquier fuero, son ciudadanos.
En consecuencia, popularidad, liderazgo, carisma, convocatoria, detentados por algún religioso, le son permitidos por el Estado Mexicano, bajo la advertencia de someterse a los tribunales terrenos si es que traspasan la delicada línea entre su actuar pastoral y su realidad legal.
Lo malo surge cuando a la autoridad le da por conformar alianzas perversas con los ministros de culto, siempre con el interés de sacar ventaja en procesos electorales.
Eso fue lo que pasó con José Rojas.
Y, si somos honestos, aceptaremos que fue lo ocurrido con el propio obispo Moreno Barrón, a cuya llegada se registraron excesos como no lo esperábamos; atropellos, movilizaciones, disposición de recursos y hasta personal de seguridad, como nunca los tuvieron los candidatos a la gubernatura.
Lo que no puede pasar por alto, es la superación generacional que, con o sin instrucción académica, discurre, detecta y reacciona, cuando algún ministro, católico, protestante o evangélico, traspase aquella delicada línea a la que ya nos referimos hace unos párrafos.
Una actitud semejante, tal vez más intensa, se da frente a los grupos en el poder.
Cabe, por consecuencia, exigir sin tregua a las autoridades, la fiel interpretación del artículo 130 de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos. A los religiosos, su sumisión incondicional a este marco, único y sin error, sin más opción que cumplirlo al pie de la letra.
Y a los creyentes, la siguiente premisa: nadie salvo nosotros, habremos de cuidar con esmero la formación y el bienestar de los hijos.
Dejarlos en manos de sujetos imperfectos, a los cuales cabe el calificativo de falsos profetas, tarde o temprano causará daños irreversibles.
Todos debemos asumir nuestra responsabilidad.
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