Es un demonio el que invocando a algún santo provoca muertes o lesiones a inocentes; es igual a una autoridad permisiva y convenenciera.
Nuestra cultura de protección civil es nula. Vivimos desafiando a la naturaleza o a nuestros propios demonios que, nos obligan por ejemplo a exponer la vida de verdaderas multitudes a través de la detonación de cohetones, a emprender caminatas en plena obscuridad, estimulados por la creencia de que tal o cual santo nos va a proteger de ser atropellados.
Esos mismos demonios son seguramente los que nos aconsejan a edificar nuestras casas cerca de los ríos, empotradas en cerros y en el colmo de los males, sobre las barrancas, formadas por el paso milenario de agua, mismo que sin el menor grado de consciencia, interrumpimos porque nos ganó la codicia y nos abandonó la serenidad.
Pero la naturaleza es tan generosa como cruel y, cuando nos pasamos de los límites, se encarga de ponernos en nuestro lugar. Nos cobra caro que seamos unos productores irrefrenables de desechos sólidos, por ejemplo, porque los pasos naturales del agua se ven taponados y entonces, sobrevienen inundaciones.
Nos cobra caro que juguemos como a la ruleta rusa, lanzando cohetes y cohetones hacia arriba, sin saber dónde van a caer, siendo que dejamos rollos de estos dentro de la sacristía, en el cuartito improvisado a lado del templo, en fin, en una ubicación que cuando estalle, y lastime o mate a inocentes, ahí vamos a estar llorando y hasta preguntando al santo de la devoción los porqués de habernos quedado mal.
Hoy, no hay acto devoto que permita la portación de armas. Por más que tratemos de justificarlo, jamás el consumo de licor será buena compañía para emprender peregrinaciones. Las largas y mortales caminatas, por ejemplo a la Villa de Guadalupe, no solucionan en el fondo los problemas de las familias, pero sí llegan a dejarlas incompletas, bajo la justificación de un acto de fe en un contexto lleno de peligros.
¿Cuándo dejan de operar los negocios clandestinos de cohetes y cohetones? Al ocurrir desgracias. Entonces “el pueblo”, “la sociedad”, dirige un sentimiento de desprecio a quienes con sus productos ocasionaron un daño. Pero, el propio pueblo, para satisfacción de sus necesidades paganas fue quien demandó el servicio de ese a quien hoy condena.
Sabe, estamos a merced del estado de ánimo de unos que a la voz de: “viva el santo de mi devoción”, en realidad actúan con cuernos y cola, ya sea por conseguir una tumultuosa presencia que les permita demostrar su poder de convocatoria, o ya sea para venderles otros productos, o sea, cervezas, comida, pulque.
Así que nuestra cultura de protección civil tiene que comenzar por establecer que por encima de la Ley no puede haber la voluntad de unos cuantos, a veces religiosos, cuando se pone en riesgo la integridad de muchos.
Y estoy convencido que el primero en poner orden es el obispo de Tlaxcala, Francisco Moreno Barrón, cuya sensibilidad y carácter, se demostraron desde que inició sus labores pastorales en Tlaxcala.
La Iglesia, en tanto eficaz mecanismo de difusión en tareas de protección civil, ha de servir para desincentivar creencias relacionadas con onerosos gastos como única forma de concluir una festividad exitosa.
He visto gente quemada, niños que quedan ciegos, viejos que mueren aplastados por una turba, templos que se vienen abajo por la explosión de cientos o miles de cohetones.
Cuando esto ocurre, siempre hay un culpable y, créame no es el concepto fe, sino el deseo de poder, a costa de la vida de inocentes.
En la cultura de protección civil, mucho tiene que ver la autoridad municipal y de comunidad. He visto alcaldes disfrutando de concentraciones, por el solo hecho de mostrar su convocatoria.
Los he visto también tomando dinero público para hacer tremendas comilonas que acaban en terribles borracheras multitudinarias.
Curiosamente esos servidores públicos, resultan ser ineficientes administradores.
Ah, entonces su deseo es disponer de la voluntad de muchos para reclamar a la autoridad superior que sus cuentas sean reprobadas o que sus presupuestos sean recortados, ya sea por inactividad o por falta de planeación.
Ese tipo de autoridades es el principal enemigo de la cultura de protección civil. Y debe ser combatido. Aunque el término suene fuerte, deben ser exterminados. Porque lastiman a las capas sociales, hunden a los pueblos, se benefician para seguir manipulando voluntades, y todo eso lo hacen para seguir ocupando puestos, para no dejar de vivir del presupuesto.
Cuando la acción de la autoridad sea implacable en materia de protección civil, habremos avanzado un importante trecho como estado. Cuando la autoridad obligue, por ejemplo a los distribuidores de refrescos a pagar para mantener limpios calles, ríos, barrancas, de todo el pvc en el cual venían sus productos, habremos caminado un trecho importante para evitar inundaciones.
Cuando la autoridad prohíba el uso improvisado de cohetes y cohetones, ya no habrá niños quemados, ni ciegos, ni viejos aplastados por multitudes.
Y si esa cultura de protección civil se nos pega como el padre nuestro, entonces curas, vicarios, canónigos, serán parte fundamental del orden mediante el sometimiento a la ley, única forma de impedir tragedias.
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