Al cumplirse dos meses del arrollador triunfo de Morena y sus aliados, ni el PAN ni el PRI dan señales de haber aprendido la lección que los votantes les dieron en los comicios del 2 de junio.
Ambos partidos siguen entrapados en las redes que ellos mismos crearon para mantener las canonjías, prerrogativas y privilegios de sus burocracias nacionales y locales. Siguen aferrados al hueso de las dirigencias. No quieren soltarlas ni compartirlas con nadie diferente a su camarilla.
Tampoco han considerado —ni por asomo de tantita vergüenza— renunciar a los puestos o al control que tienen sobre los órganos de dirección partidarios, generando las condiciones para que otros más competitivos o aptos que ellos los reemplacen o puedan convocar a nuevos cuadros o militantes para que dentro de tres años puedan, sino ganar, por lo menos recuperar parte de las presidencias municipales y escaños perdidos en el Congreso del Estado y el Congreso de la Unión.
Por la actitud y comportamiento que han asumido los dirigentes del PRI, Alejandro Moreno Cárdenas y Néstor Camarillo Medina, y del PAN, Marko Cortés Mendoza y Augusta Díaz de Rivera Hernández, da la impresión que éstos no han dimensionado la magnitud de su fracaso o los alcances de la victoria de Morena y aliados, al ganar no sólo la presidencia de la República y la gubernatura de Puebla, sino la mayoría calificada en la Cámara de Diputados, el Congreso del Estado y casi la totalidad de gubernaturas y principales ciudades del país y la entidad poblana.
Lo que sus comportamientos y discursos transmiten es que tanto el PAN como el PRI parecen resignados a ser un especie de oposición leal, testimonial, como la que existió en México en los años del presidencialismo autoritario. Sin contrapesos. Cuando el Ejecutivo federal era una especie de monarca sexenal y los gobernadores sus virreyes. Sin planes, sin estrategia y sin objetivos claros de corto y mediano plazo para reestructurarse, generar nuevos liderazgos y ganar adeptos. Sin voluntad de poder para constituirse como una opción que aglutine a los opositores de la Cuarta Transformación en los tres órdenes de gobierno.
Eso es lo que deja ver el simulado proceso de renovación que lleva a cabo el PRI, para justificar la continuidad de Alejandro Moreno Cárdenas al frente del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) por cuatro u ocho años más, y el regreso de Néstor Camarillo a la presidencia del Comité Directivo Estatal (CDE) priista.
Y también la manoseada y decepcionante elección interna del PAN, sin que sus dirigentes y candidatos hayan analizado y discutido primero por qué fueron avasallados por Morena y sus aliados el 2 de junio.
Los panistas están haciendo cambios cosméticos. A nivel nacional el grupo dominante quiere prolongar su influencia sustituyendo a Marko Cortés Mendoza, en la presidencia del CEN, por Jorge Romero Herrera o Damián Zepeda Vidales.
En Puebla se sigue la misma ruta. Las reflexiones que sus dirigentes locales han hecho sobre la aplastante victoria de Morena en la gubernatura, el Senado, la presidencia municipal de la capital, la mayoría de los municipios y en los 26 distritos locales y 16 federales son complacientes, superficiales, acríticas.
Y todo en aras de garantizar la permanencia del grupo político de Eduardo Rivera en la presidencia del CDE del PAN. La probable designación del presidente municipal sustituto de Puebla, Adán Domínguez Sánchez, en lugar de la despistada y ausente Augusta Díaz de Rivera, sólo confirman que habrá cambio de dirigente, pero no de rumbo ni de estrategias para hacer del PAN un partido competitivo y de verdadera oposición.
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