Mariela Arrazola Bonilla
Resulta complicado evitar escribir sobre la pasada manifestación de mujeres en Ciudad de México y las repercusiones de la misma. Los vidrios rotos, las pintas, los desmanes, se llevaron los titulares de los medios tradicionales y fueron las redes sociales el espacio virtual donde se debatió la trascendencia de los destrozos en comparación con la violencia ejercida sistemáticamente contra las mujeres en este país. Desde ahí se forzó a la autoridad a cambiar su discurso represivo por miedo a la aprobación pública.
Como miembro del sector de los museos, donde estamos habituados a luchar por preservar el patrimonio, no pude sentirme indignada por la pinta al Ángel porque me parece que la lucha que estamos lidiando hoy día va más allá de lo material. El monumento será sin duda restaurado y quedará impecable en algún par de meses. No obstante, el verdadero problema no está resuelto: es un peligro letal ser mujer en este país.
La pinta al Ángel tiene una connotación que quizás pocos han advertido. El Ángel de la Independencia fue parte de la conmemoración del centenario de la independencia de México y su mecenazgo nos remite a Porfirio Díaz y su gusto por lo extranjero, lo francés, lo imperial y majestuoso; lo conservador y de buen gusto.
Su uso hoy día, además de conmemorar permanentemente nuestra independencia, se remite a su atractivo turístico, es símbolo de la gloria de la ciudad capital y es punto de reunión de la masa apasionada que ahí se da cita para celebrar la victoria futbolera que frente a él se embriaga y se mea y se vomita. No obstante, no se tiene precedente de haber sido mancillado en alguna otra manifestación, no al menos de esta manera, políticamente incorrecta. No es un caso aislado, los chalecos amarillos también se han dado a notar por “deshonrar” los monumentos patrimoniales parisinos. Como si los símbolos de otrora perdieran vigencia.
La ultraja al Ángel de la Independencia no es un acto caprichoso de vándalas, rebeldes sin causa. La ultraja del Ángel simboliza a nuestra patria herida por ver a sus mujeres constantemente violentadas: manoseadas, abusadas, violadas, golpeadas, descuartizadas, quemadas, acuchilladas, esclavizadas, vendidas, prostituidas, explotadas… con la complacencia del Estado, con la indolencia de los gobernantes, el desaire de las clases altas y, lo peor, la indiferencia de cada padre, hermano, tío, sobrino, hijo que perpetúa el desdén por la mujer.
La ultraja representa el comienzo de una revolución que habrá de irse desenvolviendo en este siglo: la reivindicación del valor de la mujer mexicana. Se luchará desde cada trinchera: legislativa, académica, familiar… hasta que la vida de una mujer mexicana vuelva a valer algo.
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