Gabriela Quintana Ayala
La educación y lo que hoy se conoce como academia han sido elementos fundamentales para el desarrollo de la sociedad. Ya desde la época antigua, cuando Platón fundó en Atenas su centro de filosofía, se buscaba un lugar donde se pudiera reunir a los jóvenes para poder instruirlos. Aquel primer concepto de escuela se expandió y pasó por diferentes reformas, pasando por las universidades europeas que sustituyeron a las escuelas palatinas, monásticas y episcopales, donde la educación fue tomada por la iglesia en un afán de tener el control de la ciencia y de la ideología del pueblo. Incluso en Oriente, la universidad no surgió como tal, ya que estuvo ligada a la enseñanza religiosa. La educación formal siempre estuvo vinculada a los nobles, reyes o emperadores, a la más alta jerarquía social de una comunidad o región.
En la antigüedad y a lo largo de la historia, personajes como Leonardo da Vinci, Galileo Galilei, Antoine Lavoisier, Marie Curie, entre muchos otros, eran figuras que ejercían muchas profesiones y oficios diversos. Antes que nada, eran investigadores o exploradores natos que buscaban desarrollar diferentes áreas y obtener avances significativos en cada una de ellas.
Las primeras instituciones educativas o universidades, tal y como se conocen o definen hoy, se desarrollaron hasta el siglo XI, con costos inaccesibles a toda la población. Tal es el caso de la Universidad de Bolonia, en Italia, fundada en el año 1088. Antes de eso, se conocía como “Studium generale” a las instituciones de la que surgieron las primeras universidades en la cristiandad latina, o bien la Europa occidental. Posteriormente, su reputación y su lucha por la vanguardia en métodos de enseñanza y los contenidos les hizo rivalizar por conseguir los mejores alumnos que les brindaran también ese prestigio que, al final, repercutiría en los precios de sus productos.
La revolución industrial hizo necesaria la especialización de los conocimientos para ajustarla a los objetivos de los puestos de trabajos que se requerían, naciendo con ella nuevas profesiones, así como investigaciones en ciencia. Esta especialización ha ocasionado la disgregación del conocimiento humano.
Actualmente esa culpa la lleva el sistema universitario del presente siglo. Este es un problema urgente y coyuntural en todo el mundo, que se tiene que revisar y replantear. Las razones incluyen aspectos sociales, modelos educativos y las complejidades de la vida académica en armonía con la oferta laboral.
Hoy en día se pretende que un documento certificado por una academia muestre todas las capacidades del individuo en un área específica, de tal modo que se consiga la plaza de trabajo deseada. El alto costo de las universidades hace a veces imposible la especialización en muchas áreas o materias.
La cantidad de profesionales que hay en el siglo XXI hace necesaria la acumulación de títulos o acreditaciones para hacer una diferenciación a la hora de obtener un empleo bien remunerado o acorde con los gastos de vida necesarios. No obstante, lo que muchas empresas piden es experiencia, misma que contradice el hecho de estudiar sin trabajar para obtener el título deseado. Esta rivalidad, y la venta de títulos y acreditaciones, ya no hace énfasis en la capacidad del alumno por lograr una competencia plena en lo que estudia; es decir, ya no importa si tiene o no las aptitudes por las que estudió. La cantidad de acreditaciones no sustenta los conocimientos que en muchas ocasiones debería tener. Puede haber malos profesionales que no tengan la acreditación por vocación y habilidades, sino por el mero hecho de haber cumplido con todos los requerimientos que impone la institución académica. Su valor real lo determinan las empresas en tanto si son suficientemente capaces y cumplen con los objetivos comerciales de las compañías. También encontramos ahora personas con talento y cualidades que no necesariamente ostentan títulos y a su vez, son demeritados.
Es tan evidente, por el alto costo de ciertas universidades y la prostitución en la que han caído, el hecho de otorgar certificaciones a personas que ni siquiera han puesto un pie en la institución. Prueba de ello son los escándalos en la clase política de muchos países en los cuales se han suscitado este tipo de prácticas. Lo curioso es la ausencia de debate formal sobre estos hechos, puesto que quien analiza y desmenuza a nivel institucional estos contubernios es juez y parte, dejando solo a aquellos individuos, pensadores, analistas políticos y periodistas, el escrutinio de algo que se ha desvirtuado al paso de las décadas. Es necesario que las empresas y los creadores de empleo alcen la voz y coordinen con gobiernos y centros académicos una regulación más adecuada a nuestros tiempos y las necesidades, donde las aptitudes y habilidades se impongan por encima de la venta de títulos y certificaciones sin bases sólidas que las fundamente. Es necesario reestructurar los modelos educativos en todas sus fases y etapas. El talento y la creatividad para innovar y dar soluciones a la problemática mundial de nuestra época no se basa en la acumulación de documentos que constaten conocimientos sino en la sabia y correcta habilidad para resolverlos, atendiendo a las causas y las consecuencias más allá del comercio voraz sino de un desarrollo sustentable, social y armoniosamente equilibrado con el desarrollo del individuo, del colectivo y de su relación con el medio ambiente y su entorno.
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