Aventurarse a cruzar México es un infierno que hace ganar 50 millones de pesos a los secuestradores de migrantes.


El paso de migrantes centroamericanos por el estado de Tlaxcala, no solo deja ganancias para funcionarios de migración y policías, federales, estatales o municipales, sino hasta a particulares que convierten sus casas, muy pobres, en sitios de alojamiento temporal, donde alimentan, lavan la ropa y hasta conviven con estos vecinos nuestros a los que nos da por ver tan abajo, como a nosotros nos pasa con los gringos.

Ellos y el valor que se cargan, para viajar en los furgones de la bestia, como muchos llaman al ferrocarril, cuyo traqueteo sobre los añosos rieles ha adormilado a decenas que, incapaces de sobreponerse a las larguísimas jornadas, en ocasiones quedan cubiertos por toneladas de las diversas cargas transportadas por este medio.

Otras, han caído en mala forma a los pies del gigante de acero y han sido cortados, mutilados, a veces muertos y otras más que eso, porque ante un sufrimiento semejante sobreviene la indolencia de nosotros los mexicanos, a quienes se nos vendió la figura del mara tatuado, capaz de arrancar las entrañas de su propia madre, como condición para iniciarse en alguna de las versiones de las pandillas esas, como si así fuera la generalidad de los salvadoreños y hondureños y guatemaltecos y hasta provenientes del Brasil.

Es una de tantas versiones infernales de la pobreza en grado extremo que a cualquier guardia lo hace secuestrador y a cualquier ciudadano soplón, por el solo hecho de hacer una especie de cobro de factura por los pésimos tratos que nosotros recibimos de aquellos hasta organizados como cazadores para llevar nuestras cabezas a manera de escarmiento para que el medio millón anual de paisanos lo piense bien antes de aventurarse en los desiertos compartidos.

A los municipales de Apizaco les causa un placer muy de ellos el cazar a los centroamericanos. He sabido de vejaciones de mujeres, incluso embarazadas quienes, sabrá Dios porqué decidieron aventurarse al averno este, donde los demonios portan placa y los ángeles son escasos, tanto, que hay casas de seguridad en las cuales, salvadoreños han tenido que esperar hasta 73 días para ser liberados, claro, siempre y cuando sus familiares hayan enviado entre mil 500 y dos mil 500 dólares en promedio que, al año, hacen algo así como 50 millones de dólares, tomando en cuenta que los afectados fácil llegan a 20 mil, según estimaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).

Es urgente que las autoridades reciban la información directa de ese organismo y, sobre todo, que los castigos ejemplares se apliquen a esos servidores públicos capaces de utilizar armas, patrullas y uniformes para intimidar, violar, secuestrar y luego, liberar a estos vecinos nuestros que, muy caro pagan su osadía de vivir su versión propia del sueño americano.

Qué será de quienes perdieron sus piernas en el intento. Y de aquellas mujeres que tras el reiterado ultraje, resultan preñadas. Qué opinarán de los mexicanos los familiares de mujeres y niños vendidos a zetas y maras por unas cuantas monedas, como parte de un asqueroso ritual de corrupción efectuado por nuestros “ejemplares servidores públicos”.

De no ser por la enérgica queja de la CNDH seguiríamos con los ojos cubiertos, viéndolos sí, a bordo del tren como si fuesen pajaritos, como si viajar semanas, meses, asidos al acero de los furgones, fuera motivo de diversión.

Alguien tiene la culpa de que la pobreza nos llegue al cuello. Y desgraciadamente el hilo se rompe por lo más delgado, obligando a pagar a los pobres por los excesos de quienes se sienten los dueños del mundo.