Narrativa

Baja frecuencia

Baja frecuencia

Febrero 16, 2021 / Por Jorge Escamilla Udave

Un sonido de baja frecuencia me ha venido despertando desde hace semanas. Ahora que con el confinamiento obligado tengo tiempo de sobra, me puse a hacer cuentas y, efectivamente, resulta que inició de manera repentina al día siguiente de que en cadena nacional se decretó la urgencia sanitaria, cuando el Gobierno Federal convocó a enfrentar la pandemia recluidos todos en nuestras casas.

El sonido comenzó a filtrarse en mi tímpano hasta hacerme despertar en plena madrugada con gran sobresalto. Recuerdo que los primeros días lo asocié con lo que supuse presión alta, afectada según por la angustia y el estrés que produce saberse dentro de la escala de edades de personas vulnerables o en riesgo de morir, ya que en unos meses alcanzaré la friolera de los 60 años.

Por esa razón, el gusto y entusiasmo con el que esperaba empezar a disfrutar de los beneficios que trae consigo cumplir 60 —como el pago de servicios a la mitad de precio o conseguir con un cómodo descuento los boletos de camiones y aerolíneas, no en todos, claro—, se transformó en alerta haciéndome pasar sin remedio a engrosar la lista de las personas de la tercera edad.

Esas eran mis reflexiones que ahora se habían tornado en preocupación, pues de un plumazo y como resultado de la inédita situación, ahora también pasaba a formar parte de la lista de personas en riesgo de contraer el Covid-19. El gusto se transformó de pronto en preocupación. Imaginaba que mi cuerpo intentaba liberar algo de la tensión y que se hacía presente alterando mi estado de ánimo y amenazando hacer volar la válvula de mi presión arterial, sin embargo ese no era el motivo, pues al regresar a la cama el zumbido desaparecía tan abruptamente como apareciera.

Buscando otros posibles motivos y ante la imposibilidad de visitar al médico del Seguro Popular al que estoy recurriendo desde que la jubilación me enfrentó a una pensión muy limitada en lo que a recibir el pago mensual, por decir lo menos. Me enfrasqué en el compromiso personal de encontrar el motivo de dicha manifestación que ya comenzaba a desesperarme. Contando con tiempo de sobra, me puse a revisar con exagerada atención los alimentos que estaba consumiendo, seguro que se trataba entonces del colesterol alto, por abusar de ciertos platillos con los que uno se desmanda en el obligado confinamiento, pues todo parecía que, de hacer caso la población mexicana, podríamos superar la cuarentena aplanando la curva de contagios y pensando que al regresar a “la vida normal”, los kilitos extras saldrían con algo de ejercicio.

Una de esas madrugadas en que me despertó ese miserable sonido de baja frecuencia, como un relámpago me vino a la mente la imagen de mi vecino, un excéntrico académico de ciencias contemporáneo mío, que se la daba de ser una eminencia en lo que a encontrar soluciones a problemas de la sociedad actual se refiere y a quien consideré el responsable de lo que venía ocurriendo.

El mismo día del confinamiento coincidimos cada uno en el jardín de nuestra respectiva casa, únicamente separada por unos pequeños arbustos que sirven de lindero, motivo inicial de un distanciamiento que lleva varios años y que me ha valido tener que pagar al jardinero que cada veinte días viene a podarlos. Recordé que ese día me lanzó un alborotado reto que hasta ahora no había comprendido del todo: “mientras que esperas quien te salve, yo mismo encontraré la solución a este maldito encierro. No esperaré que ,por mi edad, salga de casa con los pies por delante. ¡Tendrás que esperarme en el infierno!” Luego hizo una mueca y cerró con gran violencia la puerta de entrada de su casa.

Hace unos años pasó lo mismo con el H1N1. En esa ocasión llegaron varios vehículos con cajas de aparatos diversos, con los que se encerró en su amplia cochera, desde la que se oía toda clase de ruidos extraños; y cuando salía, con la cabeza enmarañada por días y noches de encierro, lanzaba improperios a la humanidad entera, decía que con el aparato de baja frecuencia había descubierto que el virus se disolvía hasta desaparecer completamente del cuerpo de los infectados, quienes se recuperarían de golpe y como por milagro.

Los vecinos y yo fuimos afortunados cuando una descarga eléctrica hizo que el transformador que alimentaba varias cuadras del sector, matara de golpe sus sueños de salvador. A pesar de los cargos formulados por algunos de los más molestos, finalmente desistieron y tuvieron que soltarlo, por supuesta “falta de pruebas en su contra”. El regreso trajo consigo el eterno conflicto: al culparnos a todos juntos, nos volvimos sus enemigos, pero sobre todo los vecinos contiguos.

Por eso estoy más que seguro que ha vuelto a las andadas con su obsesión de convertirse en el salvador del mundo frente a la amenaza que hoy se presenta en forma de Covid-19. Lo peor es que desde esta noche no podré conciliar el sueño, esperando que de un momento a otro ya no sea la oscuridad total sino los gritos de los vecinos los que hagan una noche de pesadilla. Mi temor es que una explosión de los generadores de energía extra, que consiguió luego de su primer fracaso, provoque un incendio de grandes magnitudes en su casa y se propague a la mía. ¡No quiero imaginar morir achicharrado!

Me dispuse a espiarlo desde el pequeño espacio del ojo de venado, único filtro de luz del desván de la casa, y envuelto en las sombras poder observar sus más pequeñas maniobras. De los muchos objetos que se apilan en ese lugar, subido en el taburete que viejo que aún conserva su rigidez y aguanta sin problemas mi peso, esperé hacerlo inmediatamente después del informe diario para saber si entraremos como dijeron en la tercera fase de contingencia sanitaria, ya que de ser así, estoy muy seguro que será la señal para activar su plan y encender sus aparatejos pensando que su gloria está cerca.

La noche se encuentra en profundo silencio y por lo mismo estoy en un grado de ansiedad que me tiene al borde de la locura. No dejaré que me tome por sorpresa, y con la lámpara en una mano y el celular en la otra me voy colocando en una posición cómoda, en caso de que se prolongue por largo tiempo mi nueva actividad de espía. Ha pasado tediosamente una hora y aunque se escuchan algunos ruidos que vienen de su cochera, lo único que alcanzo a observar es la luz de una ambulancia y su sirena que se interrumpe con un chirrido de llantas. Prefiero bajar a la primera planta de la casa y tener mejor panorama de lo que ocurre afuera.

Uno de mis vecinos está también asomado a la ventana. “¿Sabe usted qué pasa?”, le pregunto como no queriendo. “El paramédico de la ambulancia comenta que lo encontraron todavía con vida y que no dejaba de repetir que había encontrado cómo curar el Covid-19, y lo repetía gritando ‘con un sonido de baja frecuencia’, y desde hoy se llamará Cornelius… cuando lo subieron a la ambulancia, lamentablemente había fallecido”.

Jorge Escamilla Udave

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