Pablo Manuel Rojas Aguilar
San Agustín nos ha revelado que gozamos de libre albedrío, y que éste nos hace propensos de crear el “mal” cada vez que nos equivocamos al decidir; esto es, que el mal no tiene naturaleza, que Dios omnipotente no lo crea ni se le escapa de las manos, sino que deja a nuestra consideración el camino que nos llevará a salvar o a perder nuestras almas. También nos ha enunciado que, cuando morimos y abandonamos este mundo lleno de dolor, perdemos nuestro libre albedrío y somos juzgados por el Todopoderoso, quien nos enviará al paraíso o al infierno.
Sin embargo, ocurre de manera distinta con la doctrina de Emmanuel Swedenborg, porque ésta mantiene la idea del libre albedrío incluso después de la muerte. Cuando alguien sucumbe e ingresa al “otro mundo”, no se percata de ello: sigue con su vida normal, visitando a sus amigos y familiares, conversando con ellos. En seguida, ocurre algo formidable, algo que al principio lo alegra y después lo preocupa: comienza a notar que en ese mundo los colores son más vívidos, que las sensaciones son más agudas, que hay más formas. Todo ahí es más tangible y concreto: hay más colores e incluso, como sentenció Agustín en La ciudad de Dios, el goce sensual es más fuerte. Luego pasan algunos meses, quizás días, tal vez años y el hombre se decide: decide ir al cielo o al infierno. Dios lo deja decidir. Si su temperamento es angelical, se juntará con los ángeles y, si es demoniaco, con los demonios. Los ángeles y los demonios son los hombres que han ascendido a ser angelicales o descendido a ser demoniacos.
Las doctrinas ortodoxas conceden la entrada al paraíso a los hombres “justos” que han vivido de acuerdo con las normas establecidas; no obstante, la swedenborgiana prohíbe la vía del paraíso al “justo” pues, al reprimirse durante su existencia, y al haber renunciando a los goces sensuales, además de otros placeres de la vida, ha empobrecido de manera considerable su alma y, por ende, se ha convertido en una persona mentalmente pobre. Los ángeles conversan sobre temas diversos que han aprehendido mediante sus experiencias (creo que Kierkegaard decía que el conocimiento verdadero se adquiere sólo a través de la escuela de la vida) y, si el hombre no es capaz de seguir las conversaciones con los ángeles, no deberá adherirse ahí. Tampoco irá al infierno porque no querrá estar con los demonios, en un sitio donde se practica la baja política y existe una conspiración incesante de unos contra otros para tomar el poder. Por consiguiente, a las personas “justas” se les confiere el don de proyectar la imagen del desierto, donde rezarán como rezaban en la tierra.
Existe también en ese mundo un equilibrio entre las fuerzas angelicales y las infernales para que nuestro mundo subsista. El cielo es exactamente lo contrario del infierno, es lo que le corresponde simétricamente. En este equilibrio es Dios quien manda.
Las creencias tradicionales nos han señalado que la salvación tiene un carácter ético, pero el cielo de Swedenborg es, eminentemente, intelectual. Para él los hombres deben salvarse intelectualmente ya que los ángeles sostienen densas discusiones teológicas.
En este sentido, Bernard Shaw sugiere que no debemos ser pobres mentalmente, sino magnánimos con nuestros conocimientos y experiencias para asumirnos, ya como seres angelicales, ya como demoniacos. De lo contrario, seremos condenados al apokatástasis: a trasmigrar incesantemente hasta que comprendamos el sentido último de nuestra existencia. Cuando nos interroguemos sobre nuestro sitio en la creación y sobre nuestro afán en el Cosmos; cuando reconozcamos la necesidad de formarnos para conformar a Dios, seremos entonces, y sólo en aquel momento, dignos de entrar al cielo o al infierno para fundirnos con la eternidad.
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