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Psiquiatría y antipsiquiatría

· marzo 2, 2017

 

Ismael Ledesma Mateos

 

Una de las disciplinas médicas más complejas es la psiquiatría, el estudio y tratamiento de las enfermedades mentales. En lo personal, me parece que su enfoque es en la mayoría de los casos incorrecto y en ocasiones repugnante. Atacar irreflexivamente los problemas mentales con fármacos, de entrada “por procedimiento”, es algo asqueroso. Yo enseñé neuroquímica y neurofarmacología y conozco perfectamente cómo actúan las sustancias psicoactivas, y por eso juzgo la manera irresponsable cómo muchos licenciados en medicina, especializados en psiquiatría —que no es maestría y menos doctorado— las utilizan.

Al Padre Ubú le hubiera sido útil la toma continua de un psicofármaco para modular su comportamiento obsesivo y compulsivo que imperó en su desgobierno y sobrellevar a la Madre Ubú, que fue en buena parte constructora de su desgracia. Sin duda nos encontramos con personajes (el Rey Ubú, su mujer y el Capitán Bordura) que son claramente psicópatas, como lo son muchos gobernantes. Un caso extremo es el que vemos ahora en Estados Unidos, donde hay un demente que tiene en sus manos el poderío nuclear para dañar al mundo. De hecho, una asociación psiquiátrica de su país lo considera afectado de sus facultades mentales.

Pero el problema más grave de la psiquiatría curiosamente es mental, un pensamiento esquemático y no analítico. Tienes ansiedad, te receto un ansiolítico, como del diazepam; tienes depresión, te receto un antidepresivo, como la paroxetina —que sí funciona, y funciona muy bien—, pero no hay una reflexión acerca de las causas de esos problemas emocionales o mentales y eso es crucial, no sólo sanar el síntoma sino atacar su origen. Hay situaciones en las que no hay espacio para la reflexión: un esquizofrénico no es sujeto de psicoanálisis, ése es definitivamente un paciente psiquiátrico y la alternativa es clara: darle aloperidol, que es una droga cuasi mágica y que lo puede rehabilitar en poco tiempo, pero la esquizofrenia es un caso extremo y muy distinto a la neurosis y otras psicopatías.

Un término que me hace enojar es el de “trastorno bipolar”. Eso tenía otro nombre, que me parece más apropiado: “psicosis maniaco-depresiva”. Bipolar es nuestro planeta, que tiene un Polo Norte y un Polo Sur. ¡Ahh!, pero como en su librito de cabecera, el DSM (no sé qué número), a todo le cambian los nombres, pues ¡ya está! y así se llama. La tesis de Jacques Lacan se tituló De la psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad, pero no sé si ya le cambiaron el nombre a ese trastorno, como se lo cambian a todo.

La cuestión mental es crucial para el entendimiento de todo, no es sólo un problema médico o psicológico; también tiene que ver con la sociología, la antropología y la historia. Se trata de un espacio de múltiples dimensiones, que son determinantes en la vida humana. Ahí se conjugan lo social, lo cultural, lo histórico y lo biológico, pues en todo trastorno de la personalidad y desorden mental está indudablemente la neuroquímica, con la acción de neurotransmisores y neuromoduladores.

Quien conoce la neurobiología y también el psicoanálisis —como es mi caso— debe ver con gran desconfianza a la psiquiatría, que se presenta como algo completamente operacional, acrítico y claramente no analítico. Desde muy joven tuve animadversión a la psiquiatría, y tuve la fortuna de toparme con obras de una corriente de esa época que era la antipsiquiatría. Siendo preparatoriano me puse a leer todo lo que pude al respecto e incluso influí a mi querido maestro de psicología de la “Benito Júarez”, Paco Zardanetta, a estudiar a autores como David Cooper, Ronald D. Laing, Giovanni Jervis, Franco Basaglia y Thomas Szasz, que postularon esa posición.

Mi maestro y amigo realizó su examen profesional de psicólogo en el Salón Paraninfo del Edificio Carolino, y uno de los sinodales, después de su disertación acerca de la antipsiquiatría, le preguntó su opinión acerca de la “violencia psiquiátrica”, a lo que respondió en consecuencia lo que había expuesto. Se refirió a la asquerosidad del shock insulínico y al uso de electrochoches, y el maestro montó en cólera, le tiró la mesa encima al examinado y tuvo que ser llevado en ambulancia a un hospital psiquiátrico. ¡La disertación sobre la antipsiquiatría enloqueció al psiquiatra! Luego, prosiguió el examen.

La psiquiatría implica muchos fenómenos no visibles de manera inmediata, uno de ellos es la relación con la industria farmacéutica y qué no decir de las implicaciones legales, donde la cuestión psiquiátrica ha sido utilizada para despojar a personas de sus bienes o de su herencia, por estar “privadas de sus facultades mentales”. La psiquiatría se presenta entonces como un dispositivo de control, lo que estudió Michel Foucault en su tesis doctoral: Historia de la locura en la época clásica, y que lo llevó años después a escribir su extraordinaria obra, Vigilar y Castigar, el nacimiento de la prisión; y así es, pues el hospital psiquiátrico es también una prisión. El psiquiátrico, el burdel y la prisión, son lugares de encierro, donde el cuerpo está a disposición de otros y el individuo es sometido.

¿Cómo hacen ese espantoso libro llamado DSM? ¡Basándose en encuestas con los propios psiquiatras! No tiene fundamentos científicos, no implica conocimiento alguno de la neurobiología, pero permite a los licenciados en medicina, con especialidad en psiquiatría, dar recetas de medicamentos “controlados” que enriquecen a las grandes industrias farmacéuticas. Eso se llama economía política de la salud y del control corporal.

Michel Foucault, Erving Goffman, enrtre otros, criticaron el poder y el rol de la psiquiatría en el etiquetaje y la estigmatización en la sociedad. Goffman acuñó el término de institución total para referirse al estilo de organización institucional totalitaria en la que incluyó a las instituciones psiquiátricas. En su conocido libro Internados publica las observaciones de un grupo de psicólogos que, habiendo estudiado con detención el catálogo de trastornos psiquiátricos DSM, ensayan y actúan los “trastornos mentales” del manual y fingiendo ser esquizofrénicos se hacen internar en un hospital psiquiátrico. Los psiquiatras los aceptan como pacientes, ya que muestran toda la sintomatología descrita en el DSM. El objetivo de estos psicólogos fue observar la institución psiquiátrica, el tratamiento que recibían los “enfermos” y la dinámica interna de la lógica psiquiátrica desde su interior.

Y viene a mi mente la película María de mi corazón (1979), dirigida por Jaime Humberto Hermosillo, con argumento y guión de Gabriel García Márquez, que narra la historia de una mujer que ante la descompostura de su camioneta pide a los conductores de un camión que le den un aventón, pero ese vehículo va lleno de enfermos mentales, que llevan a un hospital psiquiátrico. Ella lo que quiere es hablar por teléfono, pero al llegar al hospital la toman por loca y le aplican toda la violencia psiquiátrica posible.

El psiquiátrico es indudablemente “la institución negada”, un espacio criminal, como puede evidenciarse en la película que menciono y muchas otras que dan cuenta de ello. Y entonces también viene a mi memoria el magnífico documental-película Paciente interno, que da cuenta de la historia de un individuo que intentó matar al presidente asesino Gustavo Díaz Ordaz y que en vez de ser encarcelado fue internado en un hospital psiquiátrico, donde incluso se le construyó una celda especial, con una dimensión mínima y que ahí con los tratamientos que le dieron terminó verdaderamente enloquecido, como pasó con la protagonista de María de mi corazón.

De ahí se desprende el valor de las propuestas de David Cooper y todos los antipsiquiatras: la psiquiatría es realmente patética y por ello el psicoanálisis se presenta como algo resplandeciente, agudo, fino, preciso, aunque tardado y lento, y claro, no para cualquiera, no para el que obviamente requiere clopromacina o aloperidol. Pero el hospital psiquiátrico es otra cosa. Un día, en una comida de fin de año, estaba con un periodista científico, muy bueno por cierto, y le pregunté: ¿Por qué no tomas? Y su respuesta fue: ¡Porque soy esquizofrénico! Y sacó de su bolsillo una caja de aloperidol. Y el tipo llevaba una vida normal y productiva, sin estar en reclusión.

Cuando el presidente Porfirio Díaz hizo el manicomio de “La Castañeda”, se proyectó como un símbolo de la modernidad. Fue diseñado por su hijo y era realmente admirable. En eso años no existía el aloperidol ni esas cosas que hay ahora, pero revisando los inventarios de las compras para ese psiquiátrico, es impresionante la lista de cajas de coñac, ése era el psicofármaco que utilizaban además de baños de agua fría. Estaban lo locos controlados a base de coñac francés, al igual que los políticos.

El Padre Ubú, seguramente en su reino polonés, no bebía coñac sino vodka y así modulaba su locura. Para su fortuna, ni él ni la Madre Ubú, ni Bordura, terminaron en un infame psiquiátrico.

Y como se diría en el diván psicoanalítico: ¡Vamos a interrumpir aquí!

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