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Minutos de retraso

· septiembre 4, 2020

Juan Pablo Valdez Aguilar

 

Estaba lista. El cabello negro bien planchado, los ojos embrujados por el rímel. Se puso su mejor falda, negra, y una blusa nueva, traslúcida. Todo el atuendo estaba dividido por un cinturón dorado perfectamente amoldado a la cintura. Aguardaba a Paco en la sala. Encendió la televisión. La mirada se dirigía a la pantalla, pero su atención se encontraba hechizada por los pensamientos, así como el dedo índice por el botón para cambiar de canal. Ya se tardó, ¿por qué no llega?, pensó.

Paco dejó crecer su bigote porque creyó que esa pelusa de vello negro le haría parecer más imponente. También se hizo un tatuaje en el cuello: un cráneo y una rosa. Los bordes de su tatuaje se estaban hinchando por el esfuerzo de terminar aprisa una reja con volutas. Ya se le había hecho tarde. El jefe, Mateo, se acercó a él llevando a cuestas el homúnculo de grasa en el abdomen. Parece que le ha chupado la vida, porque nunca abandona ese semblante de ojos y labios inexpresivos. Le increpa al aprendiz la disimetría de los caracoles. Paco maldice en secreto como reacción instantánea. Se queda mirando las formas metálicas y refunfuña al alejarse el mentor. Mientras reajusta con impaciencia las soleras doblándolas y desdoblándolas, el recuerdo de las curvas de Mariana se le viene a la mente, y con ello, la angustia de convertir la idea de su encuentro en un sueño guajiro.

Comenzó a llover a raudales, las calles se cubrieron de lodo resbaloso. Mariana veía ahora al piso, con una pierna agitándose nerviosamente sobre la otra. Un fuerte trueno la liberó de su ensueño. Sintió un mal presagio.

Al lado de la entrada del taller, Paco escuchó entre el sonido del aguacero, la llegada de un carro chirriante de la policía. Como todos se conocían en el pueblo, la silueta que vislumbraba en el asiento del conductor, a pesar del vidrio polarizado y los cielos grises, le pareció familiar. Era don Marcelo, el policía regordete y apiñonado que lo detuvo unas semanas atrás por andar borracho en la vía pública. En el torito, intercambiaron chistes, rumores, historias de sus acostones y hasta una botella de tequila. Las pocas veces que se encontraron después, en la calle, era para hacer lo mismo, menos tomar, claro. Sin embargo, en esta ocasión, don Marcelo venía perturbado.

—Paco, tienes que… tienes que acompañarme —tartamudeó el policía rehuyendo la mirada de Paco.

—¿Qué pasó? Le juro que ya no he hecho nada, don Marcelo —respondió Paco y sintió que el conjunto de los factores estresantes lo estrujaba.

—No es por ti. Bueno, sí es por ti. Es tu papá.

—¿Qué le pasó al viejo? —dijo con alivio y haciendo una sonrisa pequeña, pensó que de nuevo lo habían encontrando borracho y durmiendo en la calle.

—Necesito que vengas a verlo por ti mismo. Súbete.

Ya eran las nueve, el cielo gris se tornó negro, y Mariana ya había inventado mil y una razones por las que Paco pudiese haber tardado. No obstante, aunque hubieran sido reales alguna de ellas, en todas sentiría reproche y traición. Frunció el ceño, pero a nadie se lo pudo mostrar. Regresó a su cuarto caminando como soldado, con los brazos pegados al cuerpo, y terminó pronunciando un: todos los hombres son iguales. Se puso el pijama y comenzó a tejer para olvidarse del asunto.

En la patrulla, Paco siguió tratando de inquirir qué sucedía. Don Marcelo, en cambio, permanecía silencioso. Tenía en la frente gotas de sudor que no se secaba.

—¿Qué le pasó? Ya dime ¿Le pegaron? ¿Se lio con una prostituta? ¿Se fue a la ciudad para pedirle dinero a Cosme? —dijo Paco, riéndose, nervioso, entre cada frase.

—¿Por qué prendiste la sirena? —Interrogó por última vez, aunque esta ocasión murmurando con desasosiego.

Los faros daban una luz escasísima mientras los limpiaparabrisas trataban de volver claro el horizonte negro. Cuando llegaron a la escena, en medio de la carretera, les impactó súbitamente un rayo de silencio. Los rostros de ambos oscilaban entre el rojo y el azul. Se acercaron, el policía en la delantera y Paco siguiéndolo dubitativamente. Tomó su playera gris, cubierta de aceite, y se la quitó. Acarició la parte de la cajuela del Jetta azul marino 1998. Vio de reojo la silueta de la cabeza de la vaca, medio destruida del cráneo, evidente por la deformación color púrpura. Los paramédicos le dijeron que no podían sacarlo todavía porque estaba prensado. Don Marcelo se acercó primero para recobrar la imagen y las sensaciones que le produjo ver al padre dentro. Era otra cosa distinta al morbo. En el instante, trató de empujar a Paco hacia la patrulla.

—Esto te hará daño —le dijo a Paco. Y tenía razón.

—¡Necesito verlo! —respondió gritando y empujando por los hombros a don Marcelo para quitarlo de su camino.

Mira de abajo hacia arriba. Sobre el pavimento se mezclan el agua y la sangre. Ya no se distingue de donde proviene esta última. La llanta izquierda delantera está hecha un disco aplanado; el parachoques, una bola de aluminio; y la puerta del conductor, un callejón asesino. Se dibuja una forma humana, roja y negra. Una mano izquierda tratando de sujetar los intestinos. Un rostro mirando hacia arriba, con la boca abierta, durmiendo ya en la eternidad.

 

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