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Mecenazgo y magnificencia en el mercado del arte

· octubre 26, 2018

Mariela Arrazola Bonilla

Siempre será interesante asomarnos a la historia de la compra y venta de obras de arte. Una revisión de diferentes autores (Martens, Álvarez, Reinhardt y McAndrew) permite trazar los comienzos del mercado del arte en el siglo XV y además también hace posible distinguir dos periodos: el periodo del mecenazgo y el periodo del mercado. A continuación realizaré una reconstrucción de esta historia que demuestra que los esquemas del mercado del arte como hoy los conocemos fueron establecidos siglos atrás.

Desde sus comienzos el mercado del arte tuvo dos cimientos. Por un lado, el mercado del arte ha estado sustentado por la centralidad del conocimiento experto. Por otro, la condición de originalidad, irrepetibilidad y unicidad de la obra de arte la diferencian del resto de las mercancías como un bien cuyo precio no puede ser establecido de manera objetiva.

Otro punto a señalar es que la manera en que está escrita esta historia es transdisciplinar. La mayoría de los escritos sobre la historia del mercado del arte están redactados o por historiadores o por economistas. En varios textos realizados por historiadores de arte, resulta evidente el carácter anecdótico de los acontecimientos; sumado a esto, el lenguaje utilizado no es particularmente científico, rasgo que quita cierta seriedad al asunto (tal es el caso de la narración de la subasta de Dr. Gachet que hace Peter Watson). Por otro lado, cuando el que escribe la historia del mercado del arte es economista, se deja a un lado toda una serie de factores coyunturales y si bien las cifras y estadísticas dotan al texto de un carácter aparentemente más objetivo, se pierde la esencia misma de la práctica artística que es, a fin de cuentas, la que se intenta explicar.

Ante estas circunstancias, la historia del mercado del arte parte por supuesto de una revisión de textos de expertos con distinta formación, de diferente nacionalidad y con estilos diversos de narrar los hechos. Habría que retomar los datos históricos, tratar de embonarlos, encontrar los cimientos del mercado como hoy lo conocemos pero sin descuidar por un lado, la forma en que el artista producía y produce obras de arte y, por el otro, conectar la forma de producción, la manera de comprar y vender con las ideas imperantes que en cada época se tenían de arte y artista. De esta manera tendremos un panorama mucho más completo que permita elaborar la cartografía pretendida.

En términos muy sencillos el mecenazgo se refiere al hecho de que una persona o asociación de diferente índole manda a hacer una obra de arte con un fin específico. Es decir, en siglos anteriores la actividad artística surgía cuando alguien (patrón/donador) comisionaba una obra de arte a una persona con la habilidad de ejecutarla (artista).

El artista no trabajaba de manera independiente, como ahora, sino que pertenecía a un taller. En el sistema de aprendizaje en talleres los artistas trabajaban en equipos estructurados jerárquicamente y todas las obras del taller eran atribuidas al maestro, aunque la mayor parte de ellas fuera elaborada por los aprendices. El artista era considerado lo que hoy entendemos por artesano y el mecenas lo hacía firmar un contrato donde establecía que debía aparecer en la obra, la fecha de entrega y el castigo si es que se retrasaba.

Ésta es la manera en que los artistas producían en aquella época y, como se observa, el artista no jugaba el papel principal. De esta manera, el periodo del mecenazgo es a grandes rasgos aquel en el que el mecenas tiene el papel principal al ser el iniciador de la actividad artística a través de sus encargos. Así, los mecenas eran patrocinadores, benefactores y consumidores al mismo tiempo.

En los comienzos del mercado del arte la Iglesia fue el primer gran patrón y los miembros del papado italiano del siglo XIII habrían sido los primeros curadores al emitir bulas ordenando la decoración de sus iglesias y propiciando el desarrollo de artistas profesionales. Paulatinamente, las élites feudales comenzaron también a ordenar obras de arte para sus casas, apareciendo en la representación.

El origen del mercado del arte —en la forma de mecenazgo— se parece a un caso de invención independiente en vez de difusión y se centró en dos regiones: el centro de Italia y el sur de los Países Bajos.

El mecenazgo moderno empezó, según los historiadores (Wackernagel y Goldthwaite, por ejemplo), en el siglo XV en Italia y la coyuntura que lo hizo posible fue, a grandes rasgos, una transformación del pensamiento feudal y sobre todo el surgimiento de familias de comerciantes poseedoras de grandes fortunas, entre otros factores. A partir de estos dos historiadores podemos reconstruir lo acontecido.

En el primer cuarto del siglo XV los principales clientes de obras de arte eran los gremios y las hermandades religiosas y después comenzó un proceso de individualización. De esa manera los individuos poderosos y acaudalados dedicaron todos sus esfuerzos a encargar obras de arte. Pero cuando estos mecenas encargaban obras de arte lo hacían con un objetivo muy certero: aumentar su prestigio. Esto lo lograban usualmente por medio de la  construcción de claustros y palacios y por el encargo de series de frescos o esculturas.

La ambición jugaba un papel primordial en las donaciones y los encargos, como se ejemplifica en las fachadas que comenzaron a construirse o redecorarse en los palacios de los tiempos de los Medici y los Rucellai. Antes las fachadas eran más bien sencillas y dentro de los palacios era donde estaban los objetos más suntuosos. Poco o poco las fachadas comienzan a embellecerse más y más con el fin de mostrar al exterior la riqueza y el poder de la familia.

Por otro lado estaba también el deseo de fama. Por ejemplo, al donarse obras de arte, el nombre del donador o su escudo de armas quedaba inscrito en la obra donada, permaneciendo para la posteridad. En ocasiones, los mecenas donaban un altar privado o una capilla dentro o muy cerca de la iglesia pública. Así, todos podían ver las inscripciones o los escudos del donador y éste a su vez pasaba a la posteridad. Muchas de estas capillas eran dedicadas al santo correspondiente a la actividad de la familia.

En países como Italia la demanda de obras era parte de un sistema sociopolítico que aumentaba la diferenciación socioeconómica y espiritual entre las clases altas y medias de las repúblicas. En términos de Buckhardt, el ideal dominante de mecenazgo artístico estaba dirigido contra los círculos cerrados de las clases altas, y determinaba, consecuentemente, que el perfil social formaba el centro de un estilo de vida aristocrático para los ambiciosos signores.

Dicha competitividad fue más evidente en el siglo XV en la Florencia de los Medici, quienes desarrollaron un nivel de mecenazgo sin precedente alguno, particularmente, en la arquitectura. Esto a su vez los dotó de prestigio local y foráneo al probar ostentosamente la naturaleza predeterminada del poder forzando a las otras familias acaudaladas a seguir sus pasos constructivos. En términos económicos, esto es un ejemplo de consumo ostentoso.

Si bien la construcción religiosa podía estar justificada, en el pensamiento feudal no había justificación ni racional ni moral para la construcción secular ostentosa. Razón por la cual, durante el Renacimiento, fue necesario justificar teóricamente la realización de grandes proyectos arquitectónicos de índole secular. Surgieron entonces toda una serie de escritos pensados y redactados para los mecenas en los que estos últimos encontraron el marco teórico necesario para emprender sus ostentosos proyectos constructivos.

Principalmente, el concepto de magnificencia hizo posible la justificación del auge de construcciones seculares. El término redefinió el concepto tradicional de aristocracia y se relaciona con la arquitectura porque a través de ésta se muestra el carácter nobiliario en la sociedad italiana. Presuponía riqueza, significaba estatus e implicaba conocimiento y gusto.

Básicamente los teóricos que lograron la justificación de la construcción secular fueron Alberti y Palmieri. En ambos queda establecido que la belleza de las construcciones contribuye al bien común y, por ende, a la fama de la ciudad. Además, instaura en la gente un mayor respeto por la autoridad. Por ejemplo, Galvano Fiamma aseguraba que la residencia y la capilla del príncipe asombran a sus súbditos. Por otro lado, Alberti sugería que la belleza garantizaba que los edificios no fueran destruidos.

Así, desde el siglo XV circulaba ya en Europa la idea de que la arquitectura servía como instrumento para confirmar el estatus del constructor en la sociedad y la autoridad constituida del Estado. Nicolás V en su discurso antes de morir asentó que los edificios nobles que combinaban gusto y belleza con proporciones imponentes podían aumentar el respeto del público por la Iglesia en general.

El concepto de magnificencia se convirtió en la razón más citada para construir en la Italia del siglo XV. Esta posición fue tomada también por los humanistas, pues concordaban con que los grandes hombres debían dejar una reputación no sólo de sabiduría, sino de poder: “for this reason we erect great structures, that our prosperity may suppose us to have been great persons”. La construcción podía entenderse como la expresión apropiada de las cualidades internas, un acto moral como la medida de un hombre: “the magnificence of a building should be adapted to the dignity of the owner”.

Para Palmieri, aquel que quisiera construir una casa parecida a las magníficas residencias de los nobles ciudadanos merecería la vergüenza si antes no alcanzaba o superaba su virtud. Éste es el imperativo del mecenazgo arquitectónico en que creían los escritores italianos del siglo XV. Estas ideas no sólo circulaban e Italia, sino en toda Europa y eran conocidas en los círculos intelectuales y aristocráticos. Incluso, ya en este siglo se sentaron también las bases que justificaban y exaltaban el mecenazgo artístico: Vespasiano da Bisticci da por hecho que los grandes y prominentes hombres son patronos de las artes, en especial de la arquitectura. Tal es el caso de Cosimo de Medici, considerado un gran hombre y un gran constructor.

Giovanni Rucellai afirmaba que hay dos cosas principales que los hombres hacen en esta vida: una es procrear y la otra es construir. Además, la magnificencia implicaba que el patrón tuviera una sensibilidad estética y conocimiento de arquitectura. Hay que recordar que era el patrón quien tomaba decisiones fundamentales sobre la obra. Es decir, en la práctica artística de aquellos tiempos la decisión final sobre el objeto recaía en el patrón, el que pagaba la obra y no en el artista, por lo que los mecenas tenían un gran control sobre lo que encargaban.

El ímpetu del mecenazgo así entendido es tal que la biología del evento artístico tendría en el lado paterno al patrón, al iniciador de la obra y, en el lado materno al artista. Razón por la cual el nombre del artista no aparece en la obra, pero sí aparece el del padre tal como lo indican las inscripciones: fiere fecit y is perfecit opus.

De hecho, en el tratado de Filarete queda asentado que la construcción es el producto de una suerte de matrimonio entre el patrón y el arquitecto. Esta tradición continuó en Italia durante el Renacimiento y el Barroco y de alguna manera permeó en otros países europeos.

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