Gregorio Cervantes Mejía
Cuando descubrí, en las páginas de una enciclopedia ilustrada, la teoría evolucionista y los hallazgos de las excavaciones paleontológicas, me sorprendió más que el aspecto de los seres prehistóricos la casi infinita variedad de manifestaciones de la vida. Sí, porque eso es lo que uno saca en claro al tomar conciencia de los millones de años durante los cuales este planeta ha albergado vida: no somos los únicos ni los primeros; quizá tampoco los últimos.
Desde las primeras bacterias hasta nosotros (y por nosotros pretendo abarcar todas las manifestaciones actuales de vida) la posibilidad de combinaciones se antoja inagotable. Y la posibilidad del proceso vital de generar y regenerar esas manifestaciones parece también infinita. Como si la vida, en su absurdo y terco afán por perpetuarse, buscara todas las alternativas posibles, aun cuando las condiciones que la hicieron emerger hayan cambiado.
Porque a veces olvidamos (y esto es otra vez un recuerdo de aquellas lecturas infantiles) que las primeras manifestaciones de vida aparecieron en un entorno que para nosotros pudiera parecer por completo inhóspito. Cómo y en qué momento aparecieron las primeras moléculas orgánicas y las primeras bacterias parece una cuestión todavía sin resolver. El hecho es que surgieron en un entorno carente de oxígeno.
Aquellas mismas lecturas me mostraron otro aspecto: el planeta cambia. Todo el tiempo. Y con él, ese conjunto de factores que llamamos “clima”: de periodos extremadamente calurosos a periodos glaciales, el planeta no ha dejado de moverse un solo instante, aunque para nuestra existencia (demasiado breve en escala geológica) pareciera que no es así. Estos volcanes que nos circundan no siempre estuvieron ahí, conformando el paisaje, como tampoco los ríos que ya hemos agotado. Ni siquiera la vegetación autóctona del valle. A veces intento, sin estar seguro de lograrlo, imaginar el aspecto de este valle que presenciaron sus primeros ocupantes. Es otro paisaje, otra tierra, otra mirada.
Por alguna razón para mí todavía desconocida, nuestra civilización le teme al cambio. Por lo menos al que escapa a su control. Someter, regular, mantener dentro de ciclos lo mejor organizados posibles ha sido lo distintivo de nuestro modo de vida: horarios regulares, periodos bien definidos para cada etapa de nuestra existencia y cada actividad. Todo a fin de que la vida (la nuestra, la de dimensiones humanas) quede enmarcada dentro de una cómoda regularidad que nos evite sorpresas desagradables y amenazantes.
La industrialización, que surgió (me atrevo a decirlo) como hermana menor del Racionalismo, lleva esta impronta: ningún aspecto de nuestra existencia debe escapar a esa regularidad. Incluido el medio ambiente. Porque entre los empeños de la sociedad industrializada ha estado la de controlar el clima.
De nuevo mis lecturas de infancia: un conjunto de grabados de mediados del siglo XIX que mostraban ciudades futuristas. Escenas optimistas de ciudades sumergidas, aéreas, con todas las comodidades que el desarrollo industrial ofrecía y donde, por supuesto, el clima no representaba ya ninguna incomodidad. El máximo nivel de la razón y la industria humana se vería reflejado ahí: en el control sobre el clima. Así estaría cumplido aquel mandato original dado por Dios a Adán y Eva: toda la creación al servicio de la especie humana.
Después las ambiciones se redujeron: como en esa escena de Volver al futuro II, donde el Dr. Brown le advierte a Marty McFly que está a punto de llover y lleva la cuenta regresiva de los segundos que faltan, buscamos la manera de anticipar el comportamiento del clima con la mayor exactitud posible: cuándo, dónde y con qué intensidad lloverá, soplará el viento, aumentará o bajará la temperatura. Cuántos huracanes habrá en el año, cuántos frentes fríos…
Renunciar al deseo de controlar parece que no es fácil.
De todos los elementos que conforman a eso que llamamos Naturaleza, los del clima parecen los más evasivos a ese afán nuestro. Logramos controlar la reproducción de plantas y animales, incluso su comportamiento; también, en cierta medida, las corrientes de agua. Pero todo ese conjunto que llamamos clima persiste en rebelarse (si se me permite atribuirle tal voluntad).
Ahora, ante el cambio climático, reaparece ese mismo afán de dominio, pero cargado de un enorme (y, me parece, artificioso) sentimiento de culpa: hemos dañado a la Naturaleza y debemos darnos prisa por sanarla. En ese postulado se encierra la misma creencia que alentó al proceso de industrialización: la especie humana tiene la capacidad de controlar y manipular a su voluntad los procesos naturales. Entonces, si por negligencia, malicia o egoísmo los ha dañado, tiene pleno poder para restaurarlos.
Y aquí andamos, como el aprendiz de mago de Disney que se cree capaz de controlar una escoba y un balde y lo único que consigue es un desastre mayúsculo.
¿Cuánta confianza hemos desarrollado en nuestras propias capacidades como para creernos capaces de destruir y reconstruir un planeta entero? A final de cuentas, las posibilidades de la vida son infinitas (al menos desde nuestra perspectiva) y numerosos sus ciclos de destrucción y resurgimiento. Los mecanismos que las regulan nos son todavía desconocidos. Y por supuesto que escapan a nuestro control. No está en nuestras capacidades salvar ni destruir un planeta (por suerte). Sí, un conjunto de modos de vida, entre los cuales se incluye el nuestro.
Pero tal vez nos parece demasiado egoísta formularlo de esa manera: hay que salvar nuestro modo de vida. Porque ahí queda poco lugar para la culpa. Pero tal vez abra la posibilidad de otra mirada y, con ello, de otro modo de actuar.
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