Cúmulo Obseso / Aarón B. López Feldman
A lo largo de su extraña y discontinua historia, las ciencias sociales han desplegado dos grandes metáforas (casi siempre opuestas) para hablar de la nación: como una esencia o como una construcción. Entendiendo a la esencia como aquello que no cambia a través del tiempo, que permanece inmutable, la perspectiva esencialista asume que la nación es algo dado, algo intrínseco y puro, algo que ya existía antes de su nacimiento oficial (es decir, algo mítico). En el caso mexicano, esta “esencia” se traslaparía hacia el pasado mesoamericano (un pasado eternalizado, homogeneizado) y, en específico, a la idealización del imperio mexica, así como a toda la imaginería y simbolización oficial que la ha acompañado. Vista a la luz de las esencias, la “mexicanidad” vendría en la sangre, en las costumbres, en el orgullo, en las fronteras territoriales, en el acta de nacimiento.
La perspectiva constructivista, a su vez, afirma que la nación no existe previamente a su invención, no tiene un origen mítico ni una “esencia”, sino que se produce socio-históricamente. Para esta perspectiva, la nación no es, la nación se hace. En el caso mexicano (porque no todas las naciones se inventan del mismo modo), la nación fue creada en un largo proceso que no es lineal ni maquiavélico, como parte de la formación del Estado (principalmente desde el porfiriato y la posrevolución) a través de una serie de artefactos político-simbólicos: la escuela y sus libros, el museo y su memoria selectiva, el censo y sus clasificaciones legítimas, el mapa y su logoización del territorio, la constitución y su ciudadanía. Vista a la luz de la metáfora de la construcción, la “mexicanidad” es un invento que une parcialmente a quienes de otro modo no tendrían por qué estar unidos.
Esta perspectiva constructivista ha sido abordada, a su vez, desde posiciones coherentistas y desde posiciones conflictivistas (https://cutt.ly/qfTdYw4). La fórmula coherentista más conocida es la de Benedict Anderson. Con autoproclamado “espíritu antropológico”, Anderson propuso su clásica fórmula de la nación como una “comunidad política imaginada, limitada y soberana”. Se trata de un “nosotros” nacional, territorialmente situado y soberano de sus límites, caracterizado por conseguir que sus miembros se sepan, se imaginen horizontalmente juntos (vía las prácticas de simultaneidad del capitalismo de imprenta), aunque materialmente sea imposible que se conozcan todos entre sí.
La comunidad política propuesta por Anderson es autocontenida, y sus fronteras funcionan como líneas divisorias en las que termina un espacio nacional y empieza el otro. En este sentido, la frontera no es un límite constitutivo de lo nacional (como sería en muchas de las posiciones conflictivistas), sino una línea de separación de totalidades plenas. Además de su autocontención limítrofe, lo nacional es una apuesta por la horizontalidad: “independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso… (la comunidad) se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal”, afirma Anderson.
En contraparte, para las posiciones conflictivistas, la construcción de la nación no se deriva del principio de horizontalidad ni de una imaginación en común basada en la simultaneidad, sino de una serie de disputas de sentido con base en las cuales se define lo común de lo nacional —“la nación es un sueño de ciertos sectores”, afirma Brígida von Mentz—. Desde el conflictivismo, la pregunta no es sólo cómo es imaginada la comunidad, sino quién, desde dónde y para qué la imagina, con qué procedimientos se construye lo común de lo comunitario en tanto totalidad inacabada e inestable, y qué de lo heterogéneo queda afuera.
Desde las últimas décadas del siglo XX, ha sido la perspectiva constructivista la que ha dominado en las ciencias sociales, cuestionando toda “esencia” y pureza de la nación. El problema con esta crítica, necesaria, es que a la simplicidad de la esencia se la ha reemplazado con la simplicidad de la invención. Con frecuencia, leemos y escuchamos a practicantes de las ciencias sociales (sin importar su ocupación, edad o grado en la escala de titulaciones) que afirman que la nación no existe, que es un simple invento, una ficción de la que podemos deshacernos si así lo decidimos.
Para salir parcialmente de este laberinto, se ha propuesto, en años recientes, una crítica a la crítica que el constructivismo le hace al esencialismo, pero no para regresar a las esencias, sino para salirse del terreno ingenuo de la pura invención. La nación no es una esencia, pero tampoco un accidente, menos aún una ficción que flota libremente sobre nuestras cabezas. Es esta perspectiva anti-esencialista y post-constructivista —a la que el antropólogo argentino Alejandro Grimson llama “la concepción experiencialista”— la que permite analizar a la nación como una relación cotidiana e histórica, como un tejido de prácticas acumuladas en el tiempo y de experiencias en común (experiencias que no todos vivimos igual, experiencias asimétricas, heterogéneas, diferenciales y en disputa). Lo importante no es que la nación haya sido inventada (decir eso, a estas alturas, es parecido a no decir nada), sino lo que hemos hecho, hacemos y dejamos de hacer con esa invención, y los efectos que tiene en nuestros modos de vida, en nuestras relaciones económicas, políticas y culturales.
Hace tiempo que la pregunta importante dejó de ser cuándo nació o se inventó este país (según la historia oficial o las historias alternativas, igual de míticas), sino qué es lo que justifica que siga existiendo.
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