Antonio Bello Quiroz
La envidia va tan flaca y amarilla
porque muerde y no come. Francisco de Quevedo
Si acudimos a revisar el vocablo envidia en su etimología, como es lo recomendable cuando hablamos de afectos, nos encontramos con que proviene del verbo invidere, que incluye in (hacia el interior) y videre (ver). De esta manera, la envidia implicaría echar una mirada al interior. Sin embargo, suena mucho más profundo el sentido de ese ver si lo pensamos (lo que también permite invidere) como meter los ojos o la mirada mucho en algo; esto se puede extender a mirar con malos ojos algo que está afuera de ti pero en el otro. La envidia se presentaría, entonces, relacionada con una mirada de hostilidad y celos, lo que da pie a la idea supersticiosa y generalizada del “mal de ojo”.
Si concedemos que la mirada tiene hambre, ésta mirada, la de la envidia, es una mirada con apetito voraz.
Curiosa esta expresión “mal en el ojo”, que coloca la maldad, el veneno, en el ojo, y mejor aún en la mirada. Freud escribe en ese texto tan rico en alusiones a la angustia que es Lo ominoso (Das Unheimliche): “Una de las formas más ominosas y difundidas de la superstición es la angustia ante el ‘mal de ojo’ […] La fuente de que nace esta angustia parece haber sido reconocida desde siempre. Quien posee algo valioso y al mismo tiempo frágil teme la envidia de los otros, pues él proyecta la que él mismo habría sentido en caso inverso. Uno deja traslucir tales emociones mediante la mirada, aunque les deniegue su expresión con las palabras.” Para Freud el mal de ojo es uno de esos fenómenos que llama de “omnipotencia del pensamiento”; es decir, este mal que toma a la mirada como su medio sería el vehículo de un pensamiento negativo. Así, la envidia tendría la facultad de causar daño en los hechos con sólo la mirada. Sin duda, algo del pensamiento animista se deja ver en esta expresión de la superstición.
Las ideas generalizadas nos hacen pensar que la envidia consistiría en buscar el mal del otro, o bien intentar apoderarse de lo que el otro tiene. Jacques Lacan, el psicoanalista francés que reitera una y otra vez la necesidad de tomar distancia con respecto a lo que llama “psicología general”, nos lleva más allá de esta posición y nos va a decir que la envida no se finca en una moción tendiente a causar daño a quien posee algo, tener lo que el otro tiene. Para Lacan, según Roberto Harari, “no se envidia a otro sujeto ni al objeto que presuntamente tiene, sino a un acople que se supone ideal entre el otro y aquello de lo cual parece gozar”. No se envidia, entonces, sino esa condición idealizada de goce. Y aquí hay que ser puntual y señalar que se envida esa idealización del vínculo de goce del otro con el objeto: se envidia el goce del otro y no el objeto. Y tampoco se envida estar en la posición “total” del otro, sólo el lado positivo, maravilloso, gozoso de ese vínculo. No se envidiaría, por ejemplo, la angustia que tiene el otro ante la constante amenaza de perder ese objeto, su casa, su coche, su mujer, su pareja, su fama, etcétera.
Lacan, para abordar la cuestión de la envidia se apoya en un intenso pasaje de San Agustín quien en sus Confesiones escribe: “Yo vi y experimenté cierta vez a un niño celoso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y amargado a su compañero de leche.” De qué se trata en el pasaje: ¿qué envidia?, ¿el pecho, la leche, a su madre, al hermanito? Lacan va a destacar el odio celoso; es decir, más allá de los celos, habla de goce celoso, y pone el acento en la mirada y el rostro que palidece: aún no hay palabras en el infante pero ya hay una expresión de profunda hostilidad.
Además de lo destacado por Lacan, hay otro punto importante a ponderar, y esto desde Aristóteles que en su Retórica señala que la envidia no puede sino presentarse sentida entre los iguales o los que le parecen: “Llamo iguales a los que lo son en linaje, o en parentela, o en edad, en hábitos, en fama, en bienes de fortuna. También son envidiosos aquellos a quienes les falta poco para tenerlo todo —por eso los que realizan grandes cosas y son felices, son envidiosos.” Dos cosas son importantes del pasaje: la primera que salta es la idea de que sólo existe la envidia entre pares, no entre quienes están separados por condiciones abismales, como si esas condiciones sean justamente una barrera natural contra la envidia, aunque quizá ese factor genere otros afectos, no la envidia. Lo que el otro tiene se ubica como inalcanzable. Freud nos regala un término para poder conjugar las ideas aquí expuestas sobre la envidia entre los iguales: narcisismo de las pequeñas diferencias, les llama. Antonio Machado nos lo dice en un poema: “La envidia de la virtud hizo a Caín criminal. / ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio es lo que se envidia más.”
Lo segundo a destacar de Aristóteles es la extraña expresión de que quien posee casi todo sea envidioso. Aunque no resulta tan extraña si atendemos a lo que hemos dicho antes: lo que se envida es la completud idealizada, el goce que se supone en la relación del sujeto con el objeto de satisfacción, tal como ocurre en el ejemplo de San Agustín. Ese Todo, como es fácil deducir, es una postulación imaginaria, no hay tal Todo. No hay El Todo-completo señala Lacan. Es frente a esa imposibilidad que cabe la envidia del que tiene casi-todo: se envida eso que falta, que falta para tenerlo Todo. La envidia se juega en las pequeñas diferencias.
Lacan nos enseña que cada uno va tras la imaginación fálica de la que carece: así, el rico envidiaría la belleza, la mujer bella el atractivo de la otra, el inteligente la audacia del apasionado; incluso se hacen fórmulas como aquella que reza: “la suerte de la fea la bonita la desea”. Aristóteles sentencia, y desde el psicoanálisis lo podríamos suscribir: “Y, en general, los que ambicionan la gloria en algún campo determinado, son envidiosos en lo que a ello se refiere.”
En la envidia importa, de manera crucial, quién está cerca, quién, gracias a la diferencia específica no puede dejar de dejar caer, como sedimento, la envidia. Freud ubica a la envida como elemento fundamental en el narcisismo de las pequeñas diferencias. El lado más oscuro de este sedimento lo podemos ver en las guerras genocidas, en las guerras entre etnias unidas por el lenguaje o por las tradiciones; podemos ver que entre las guerras más sangrientas están las guerras civiles, y entre los crímenes más cruentos contamos a los crímenes pasionales o en la pareja o cercanía familiar. Se trata de hechos fácilmente concebibles como resultado de la lucha por las pequeñas diferencias, se trata de acciones destructivas con el fin de preservar la falta constitutiva.
Como Freud reconoce, los poetas se adelantan al pensamiento psicoanalítico y podemos cerrar estas reflexiones sobre la angustia con otros versos de Machado: “De lo que llaman los hombres virtud, justicia y bondad, una mitad es envidia, y la otra no es caridad.”
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