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Freud y la guerra

· septiembre 25, 2020

Antonio Bello Quiroz

 

Pero quién puede prever el desenlace

Sigmund Freud

 

El 23 de septiembre de 1939 fallecía Sigmund Freud, testigo de su época y uno de los hombres más relevantes para pensar el transcurso del siglo XX y las complejidades de nuestro siglo XXI. Algunos años antes, en 1932, ya con la sombra de Hitler asomándose, la incipiente Liga de las Naciones (antecedente de la ONU), desde el Comité Permanente de Letras y Artes de la Sociedad de Naciones (SDN), encargó al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual que organizara un intercambio epistolar entre intelectuales de relevancia sobre temas de interés para las naciones. Una de las primeras personalidades que se eligió con tal propósito fue Albert Einstein, y él mismo sugirió como interlocutor al inventor del psicoanálisis, el vienés Sigmund Freud, quien recién había dado a conocer uno de los textos con mayor actualidad e incidencia en su obra, me refiero a El malestar en la cultura. Einstein lo considera el mayor “experto en el conocimiento de las pasiones humanas”.

Einstein le propone al psicoanalista una pregunta para dialogar sobre la naturaleza de las confrontaciones bélicas, cuestión nada fácil. Freud responde con un breve pero poderoso artículo: ¿Por qué la guerra?, que se considera una prolongación de El malestar en la civilización.

En 1933 la correspondencia fue publicada en tres idiomas: inglés, francés y alemán, pero en Alemania su circulación fue prohibida: la sombra de Hitler había caído al ser designado canciller.

En 1932 Einstein le escribió a Freud y este le contestó en 1933, no sin desgano. Freud venía de una poderosa reflexión sobre la cultura y el malestar con el que cada uno cruza por ella; el vienés había vivido ya la primera guerra y había señalado, en 1915, que la Gran Guerra, engendrada por el nacionalismo y el progreso de las técnicas de destrucción masiva, revelaba un esencial deseo de muerte arraigado en la especie humana. Por entonces, lejos estaba de siquiera sospechar hasta qué grado llevaría Hitler el uso de la técnica para la destrucción masiva. Para el inventor del psicoanálisis, la guerra, la violencia y la agresividad están presentes en casi toda su vida y obra. Sin embargo, siendo el mayor investigador de las potencias anímicas más profundas, nadie mejor para dialogar con el físico sobre la guerra.

Son varias las cuestiones que le inquietan a Einstein con respecto a la guerra, y piensa que el profesor vienés, explorador profundo el alma humana, le puede aclarar. Pregunta: “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?” “¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvajes entusiasmos, hasta llevarlos a sacrificar su vida?”

Si revisamos la correspondencia a la luz de nuestros días, donde, contrariamente a lo que soñaba Freud, no nos hemos librado de la guerra, podemos darnos cuenta de que algunos cuestionamientos del físico siguen presentes, e incluso se han recrudecido. Señala que, por ejemplo, la clase gobernante tiene “hambre de poder político” y se pone al servicio de intereses económicos: se hacen guerras para fabricar y vender armamentos. La guerra, decía en 1932, se fomenta por una minoría que tiene bajo su influencia la prensa, las escuelas y a las iglesias. Ahora tendríamos una forma de decirlo: la guerra sirve para la perpetuación de los “poderes fácticos”.

Freud responde un tanto forzado a este requerimiento epistolar. La considera “correspondencia tediosa y estéril”, señala su convicción de que el psicoanálisis se vea imposibilitado, como lo está, en encontrar soluciones prácticas a los estragos de la guerra. No se trata, el psicoanálisis, de una cosmovisión; tampoco es una forma de pensar. Señala que evitar los estragos de la guerra se trata de un trabajo que tendrían que hacer el Estado, los políticos, y los avances de la ciencia tendrían que estar al servicio de la convivencia armónica entre las naciones.

Freud inicia su respuesta señalando la relación que hace Einstein entre Derecho y Poder, solicitando la oportunidad de referirse mejor aún a la relación entre Derecho y Fuerza o violencia. Enseña que en un principio los conflictos de intereses entre los humanos se solucionaban mediante la fuerza o la violencia, como ocurre con los animales. Esta condición se modificó y cambió cuando la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de los más débiles; así, la violencia es quebrantada por la unión, y el poder de estos unidos constituye el derecho, en oposición a la violencia. Así, el derecho deviene en el poder de una comunidad, y estará pronta a “dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente”.

Es a partir de esta construcción que se sucede una serie de hechos históricos que van constituyendo nuevos órdenes de derecho, mas siempre con el mismo esquema. Es la historia de la guerra que se muestra, paradójicamente, como un medio para establecer la paz. Escribe el maestro vienés: “por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz ya que es capaz de crear unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelva imposibles ulteriores guerras”. Freud, en 1932, centraba sus esperanzas de que la Liga de las Naciones tuviera la capacidad de asumir ese poder central que pudiese evitar futuras guerras; sin embargo, también expresaba sus serias dudas de que esto fuera posible. Podemos ver que sus sospechas eran fundadas. La hoy ONU, como es evidente, ha sido cooptada por los poderes fácticos trasnacionales que avalan invasiones, genocidios, matanzas, siempre que convenga a los intereses de quienes mueven los hilos de la economía mundial. La violencia y las imposiciones que de esta se derivan están al servicio de los más poderosos.

Einstein se pregunta, y pregunta, si no habrá acaso algo que logre entusiasmar con tanta facilidad a los hombres para la guerra, algo así como un instinto de odio o destrucción. Freud concuerda con el físico y le intenta comunicar los derroteros que el psicoanálisis sigue al respecto. Señala que desde la teoría de su inversión se propone que las pulsiones que mueven a los hombres son de dos categorías: o bien son aquellas que tienden a conservar o unir, a la creatividad, y se les llama eróticos o sexuales; o bien son las pulsiones que tienden a destruir o matar, y les llama pulsiones de muerte. Son distintos, sin embargo no pueden presentarse separados, se requieren mutuamente, aunque comanda la pulsión de muerte.

Las motivaciones que Freud reconoce para que un hombre vaya a la guerra son muchos, en todos los sentidos. “La rosa de los motivos”, les llama. La rosa de los vientos o rosa náutica tendría 32 motivos, nobles o bajos, que se pueden expresar o se callan. De entre ellos menciona al placer de la agresión y la destrucción.

Para Freud la pulsión de muerte se transforma en pulsión de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigida hacia afuera, hacia los objetos. Pero buena parte de esa pulsión de muerte, al mantenerse en el interior, genera conciencia moral, elemento fundamental para la valoración de la vida y la construcción de cultura.

En Freud hay dos formas de oponerse a la guerra: si se trata de la pulsión de destrucción, entonces la primera vía sería apelar a su antagonista, la fuerza de eros, establecer vínculos por las vías del amor, aunque desprovistos de fines sexuales; el otro camino de vinculación afectiva es por la vía de la identificación, donde se funda buena parte de las estructuras de la sociedad.

Se trata de no desconocer las fuerzas destructivas que mueven a lo humano sino utilizar esa pulsión de muerte para ponerla al servicio de la vida, de la creación que la requiere.

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