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Espuma de los días, Opinión 0

Entrevista con Alejandro Meneses

· julio 2, 2015

Jesús Bonilla Fernández

 

En el mes de mayo de 2005, antes de su lamentable muerte, entrevisté a Alejandro Meneses en un diálogo realizado por correo electrónico. A partir de dicha entrevista redacté un ensayo sobre su breve pero intensa obra, llamado “La noche sin luna de Alejandro Meneses”. Éste fue publicado deficientemente en Síntesis y posteriormente en la escasa revista Erinias. Por su extensión, considero, sería tediosa su lectura completa en pantalla, por lo que ahora, a diez años de la ausencia del escritor (murió el 4 de julio de 2005), reproduzco sólo el contenido de la introducción, las preguntas y las respuestas:

 

“¿Dónde están los objetos perdidos en la niñez, dónde se fueron con sus ruedas y sus trapos, sus ruidos de lámina oxidada?” Alejandro Meneses, “El fin de la noche”

 

Alejandro Meneses parece ser, o al menos quiere hacernos creer eso, un fanático del cuento. En una entrevista reciente publicada por el poeta Miguel Ángel Andrade, con cierto desdén señala que la novela y la poesía son géneros menores. El cuento es exacto, dice, preciso: “Una maquinaria efectiva.” Los novelistas, por su parte, son holgazanes que siempre están aplazando la historia y, por supuesto, el final de la novela. “Conste que digo los novelistas y no las novelas. Hay novelas perfectas.” El escritor —¿poblano, tlaxcalteca?— se declara en deuda con William Faulkner, Edgar Allan Poe, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Agustín Yáñez y —sugiero— un extenso etcétera. “Carlos Fuentes —dice— me enseñó esa transformación de la realidad en lenguaje, el secreto, el asombro. Juan Rulfo me enseñó que también la atmósfera es importante, incluso que la atmósfera puede ser el tema y la historia es accesoria.”

En el desarrollo de la entrevista citada manifiesta un rasgo de su persona al cual ha acostumbrado a muchos de quienes le conocemos: la creación y expresión de frases contundentes o, más bien, tozudas. “¿Y los poetas?”, pregunta el entrevistador —quien, según me comentó, hizo un importante esfuerzo de memoria, pues su grabadora no funcionó, de lo cual cayó en la cuenta el día posterior a la entrevista—, y Alejandro Meneses responde: “La poesía es ineludible.” Respecto a los escritores que quieren cambiar el mundo con una novela y buscan verdades absolutas intentando encontrar el origen del universo, nuestro amigo responde: “Creo que son unos imbéciles. Los que hacen eso no han leído, no saben dónde estamos. Son lectores analfabetos. Además, ¿a quién le importan las certezas?” Apodíctica, apotégmica, pontificia respuesta, para mi gusto, que no esboza siquiera la complejidad del pensamiento de Alejandro Meneses, quien también reflexiona: “El escritor capta las pulsaciones del alma humana, lo inconmensurable. Ahora todos nos asombramos por las novedades tecnológicas, por las cosas materiales, pero, ¿y el alma, a quién le importa el alma? ¿Quién identificará los cambios del alma?” En la literatura Dostoievski es el gran mago del alma, y si bien Einstein encontró una ecuación que pretende explicar el universo, de existir el alma son los escritores, por medio de la literatura, quienes más se han acercado a una ecuación de ella.

Por supuesto, estoy de acuerdo cuando Alejandro Meneses dice que la escritura viene siempre al final (después de despertarse tarde, después de las mujeres, después de los amigos, después de pensar un poco), pues, si no está lo demás, ¿de qué va a escribir el escritor? Me llama la atención, sin embargo, en el sentido de motivar curiosidad, que el escritor pudiera regalar a Dios la Biblia para que se dé cuenta de sus errores y al hombre El paraíso perdido, de Milton, y toda la poesía del mundo. “Cuentos no —dice—, el hombre no es tan inteligente para leer cuentos.

Converso con él sobre este punto:

—El hombre no es tan inteligente para leer cuentos, dices. ¿Sí es inteligente para escribirlos?

—Esa frase, evidentemente, era una broma. Pero su relación con la verdad, o lo que pienso —por lo menos—, es que la narrativa, los cuentos en especial, requieren no sólo imaginación, sino una buena dosis de sentido poético, de la musicalidad del lenguaje. A veces, los narradores se olvidan de esto: la prosa también es un ritmo, del lenguaje y del tiempo verbal. La inteligencia del escritor de cuentos se muestra cuando elige la estructura, la manera de contar una historia. Podríamos decir que ésa es la base del “estilo personal” de narrar.

—¿Cuáles cuentos prefieres?

—Los que no siguen esa monserga valadeciana del planteamiento, nudo y solución. Prefiero la ambigüedad a la certeza, a la vía única. Tal vez eso sólo sea justo en los cuentos policiacos. No me agrada el canon ni las recetas, porque equivalen a una “discriminación” literaria, a intolerancias tarugas que sólo entienden el mundo, la realidad, a partir de seguridades y métodos, cosas que, de ninguna manera, explican el mundo. Si se ha logrado descifrar el universo a punta de ecuaciones (la consabida E=mc2), no se ha logrado lo equivalente con el alma, ni la vida.

—En entrevista con Miguel Ángel Andrade mencionas a autores del boom y a escritores a quienes ellos les atribuyen influencias. En el tiempo lineal, atrás de ese proceso (el boom), o delante de él, pasado y futuro, ¿no existe algo que se pueda apreciar como literario?

—Por supuesto, el tiempo, la historia de los hombres está llena de literatura, incluso de obras que nunca conoceremos, de autores ignorados, perdidos. ¿Cuántas novelas, cuentos, poemas mayores se quedaron por ahí, escritos pero nunca leídos? Lo que ignoramos también cuenta.

—¿Reconoces influencia de narradores anglosajones? ¿De quiénes?

—Scott Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Faulkner, Steinbeck, Kerouac… y un larguísimo etcétera. Tal vez alguien que haya leído mis cuentos no note esas influencias de manera directa, pero no sólo en ese nivel ocurren las influencias literarias; la lectura es la primera influencia en un escritor.

—Como Salvador Novo —comento—, no podemos tener la luna ni las cosas bellas de la vida. ¿Te parece eso suficiente para ser escéptico, procaz, hilarante? “Los cuentos pueden seguir viviendo más allá de donde empiezan y de donde acaban…”, respondiste en otra entrevista. ¿Por qué te parece que Sedaine y el amante de Ángela no están enamorados?

—Sedaine es un monstruo, en el sentido original de la palabra: es un capricho de la naturaleza, un desliz de Dios. Pero él lo sabe, sabe que su cuerpo le estorba, le impide ser de otra manera, menos bizarra. Sabe que su presencia descompone cierto orden de la realidad —por aparente que sea—. El muchacho que es su asistente es consciente de esto, se da cuenta de su profunda frustración (un biólogo marino que no sabe nadar, entre otras cosas). Claro, hay una relación de amor que el muchacho descubre al final cuando prefiere bailar con la muñeca de plástico de Sedaine que hacerle el amor a Ángela. El nautilus los une, es la carta tapada que nunca se sabrá qué era. Pero no hablo de un amor homosexual, sino de ese reconocimiento entrañable entre dos solitarios, dos outsiders, dos freaks.

—¿Es “Sedaine está muerto”, que escribiste a principios de los noventa, el origen de Ángela Adónica o ella es el principio de tu narrativa posterior a Días extraños?

—¿Cómo lo supiste? En efecto, el origen de Ángela y los ciegos es ese cuento. Sedaine es el padre de Ángela Adónica.

—Kawabata, lo cito a propósito, dice que la mujer es infinita. Tú declaraste en entrevista que tu personaje, Ángela Adónica, “es la representación de lo femenino”, y hasta subrayas: “no de la mujer, de lo femenino”. Dices que “Ángela es ubicua. Está en todos lados y ninguno.” También dices, refiriéndote a los ciegos o, mejor dicho, a la ceguera, que el ciego eres tú, que es la imagen de tu vida, tu incapacidad para comprender lo femenino”. Será entonces, valga la redundancia, que lo femenino es una mujer infinita, una muchacha dormida, una bella durmiente, el recuerdo de una mujer, joven o madura, tlaxcalteca, poblana, veracruzana o japonesa, o bien lo femenino es la representación de nuestras hermanas, nuestras primas, nuestras tías, nuestras madres —éstas como en el final de Las bellas durmientes de Kawabata—. En fin…, después de estos precedentes, ¿cuál es la relación entre la infancia de tus personajes y lo femenino? ¿Cuál es —por así llamarlo— el gradiente erótico de tu motivación para escribir? ¿Acaso supone una cualidad mayor que el baile grotesco de Ángela?

—Viví parte de mi vida —hasta finales de la adolescencia— en un ámbito femenino: bisabuelas, abuelas, madre, tías, primas, novias, amigas. Los hombres eran como un accidente, algo ocasional, fantasmales. Las mujeres tenían más sustancia, eran “más reales”. De hecho, seguía mucho a mi abuela, iba con ella al mercado, escuchábamos música, platicábamos mucho, me contaba historias de la familia. Aprendí a cocinar viéndola cocinar. Ella significó mi educación sentimental.

“El gradiente erótico, por lo menos en cuanto a Ángela Adónica, es la combinación, incestuosa pero cachonda, de alguna prima y alguna novia con las que aprendí las diferencias del cuerpo masculino y el femenino. Pero también con ellas supe de la lejanía, de la nostalgia, de la tristeza, de los celos y de ‘la muerte chiquita’.”

—¿De qué lugar eres? ¿Cuándo naciste?

—Soy de Altzayanca, pueblo rabón de Tlaxcala, cercano a Huamantla. Mi primera niñez —por decirlo de alguna manera— transcurrió en esos dos lugares. Nací en 1960. Una parte de mi familia llegó de Guadalajara, otra parte estaba en Tlaxcala y, por el lado materno, de Cholula y Puebla. Llegué a esta ciudad cuando entré a la primaria, es decir, como a los seis años, aunque durante mucho tiempo la presencia de Altzayanca y Huamantla en mi vida era frecuente.

—He escuchado a algunos conocidos tuyos hacer planes para ir allá. ¿Existe algún culto a Altzayanca en el que estés involucrado?

—Es un culto que a algunos lerdos puede resultarles repugnante: la cofradía del gusano de maguey, el guacamole y la salsa borracha que, por cierto —según los clásicos—, se hace con pulque. Claro, otros elementos del culto son las tortillas de maíz y la cerveza.

“Otro culto, imposible de eludir, es el del páramo, de las distancias y los espacios vacíos, secos, torturados por el sol.”

—“La mítica La Matraca”, dice M. A. Andrade… ¿Qué clase de acciones tienes de ese bar?

—Tengo mi mesa y amigos, tiempo y mucho dinero invertidos, que nunca han de regresar al reloj ni a mi bolsa. A ciertas horas, es el mejor lugar de Puebla para leer. También, a ciertas horas, es el mejor punto de partida hacia la casa. Por su ubicación es el mejor lugar para encontrarse con alguien, o perder el tiempo.

—¿Qué sientes al participar en —por llamarle de alguna manera— la educación de jóvenes escritores en los talleres de narrativa en los que has participado o participas actualmente? ¿Qué sientes al descubrir talentos, cuál es tu —disculpa la palabra— “compromiso” literario con ellos? ¿Qué sientes cuando les enseñas, te emborrachas con ellos, los publicas, los promueves…?

—Procuro inmiscuirme, hasta donde sea posible y lo permita, con la gente que asiste al taller. Muchos de ellos, ahora, más que alumnos son mis amigos. Me gusta ver su desarrollo, encontrar su instinto, su estilo. Publicar sus cuentos, hablar, sobre todo, de literatura y de lo que escriben. Varios han publicado en Catedral, en Crítica, incluso en la editorial de la Universidad de Puebla…

—Así como muchos escritores crearon ciudades míticas, regiones míticas, tú encuentras Huamantla y quizá otros lugares míticos, pero uno recreas en especial, Santa María de los Niños, o bien Santa María de los Niños Ojetes. Es una ya vieja colonia de Puebla. ¿Qué significa esta ciudad para ti?

—Eso en primer lugar: Santa María, la colonia donde transcurrí mi infancia. Donde vivían tíos, primos, amigos, novias, donde estaba mi escuela. Pocas veces salía de ella, la conocí a fondo, calle por calle, de día y de noche. Después, descubrí Puebla, el centro, las colonias lejanas que casi eran pueblos aparte. A veces veo a la multitud en las calles y la siento ajena, como si la ciudad no le perteneciera, recién llegados, extraños, turistas.

—La catedral de Puebla… ¿Qué significa para ti?

—En una tarde de invierno, cuando la luz en Puebla se hace nítida, perfecta, y el cielo, sin una sola nube, adquiere un azul metálico, imposible, me crea un sentimiento de eternidad, de soledad, la imagen del mundo.

—Citas a Manuel Ponce en Ángela y los ciegos… Antes lo citaste en un texto sobre la catedral de Puebla… ¿Podrías hablarme de su atracción?

—Estudié en un seminario católico y allí fue mi primer encuentro con este cura poeta. Me sorprendió que el ámbito de la religión pudiera ser expresado de otra manera que no fuera el canon o la liturgia; que la fe, sus misterios y sus dudas, sus vacilaciones ante el mundo, se plantearan en la poesía, sin caer en el sentimentalismo que muchos católicos confunden con la doctrina o la fe. Manuel Ponce es de los pocos poetas católicos que alcanzaron verdaderos niveles literarios. Más tarde, lo comprendí mejor gracias a algunos escritos que sobre él publicó Gabriel Zaid, otro de sus fans.

—El epígrafe de Ángela y los ciegos es de Malamud: “Y además, ¿quién conoce el mecanismo del alma?”, dice. El hombre vive una infancia atroz, en gran parte —te sigo— fundamentada en el miedo, pero ¿nos salva nuestra infancia de nuestro adulto pesimismo?

—Nunca. La infancia es una tarde lejana que no sabemos si realmente ocurrió, sigue sucediendo o la inventamos. Al contrario, creo que el recuerdo de la infancia —distorsionado, quebradizo, borroso— alimenta nuestra nostalgia, nuestra desconfianza en el mundo. Ese lugar llamado infancia, ese lugar llamado Utopía. El epígrafe de Malamud tiene que ver con lo que digo en la pregunta sobre qué tipo de cuentos prefiero: ¿es posible sintetizar el alma en una ecuación, así como Einstein lo hizo con el universo?

—¿Nos alivia en nuestra vida la literatura, el cuento en particular, o cuál es su sentido?

—Todos queremos, de alguna forma, una realidad diferente. Algo que se parezca pero que a la vez no sea lo mismo. La literatura, el cuento, son una especie de sonda que se envía para ver si es posible cambiar la realidad, el tiempo, el sentido que le damos a nuestras vidas.

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