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Eduardo Lizalde y las Piérides

· julio 12, 2019

Roberto Martínez Garcilazo

 

El poeta recibió el pasado jueves 27 de junio en la Capilla Alfonsina, el homenaje de sus lectores.

Eduardo Lizalde nació en Ciudad de México el 14 de julio de 1929, luego entonces este domingo es su cumpleaños número 90.

La Academia Mexicana de la Lengua organizó aquella reunión del 27 de junio. En la mesa de trabajo estuvieron los académicos Vicente Quirarte, Gonzalo Celorio, Jaime Labastida y Alejandro Higashi. Sobre la noble cabeza de los citados flotaban los retratos de sor Juana Inés de la Cruz y de Miguel de Cervantes; y, detrás y a los flancos de sus nobles cuerpos forrados de finos casimires y albas camisas, florecían libreros rebosantes de sabias piezas de lomos con doradas letras.

La existencia del retrato de Cervantes me hizo pesar en un augurio y el próximo año le sea entregado ese premio del Ministerio de Cultura de España. Eduardo Lizalde tiene la obra y la edad para recibirlo; recordemos que, en abril del presente, la poeta Ida Vitale, de 95 juveniles años, fue la distinguida. Recordemos también que los candidatos al Premio Cervantes son propuestos por el pleno de la Real Academia Española, por las Academias de la Lengua de los países de habla hispana y por los ganadores en pasadas ediciones. Así las cosas, Eduardo Lizalde tiene todo para competir y para ganar.

Pero regresemos a la Capilla Alfonsina. Estuvo llena atentos y reverentes admiradores del poeta, pero también fue numerosa —astrosa, irrespetuosa y sin modales— la delegación de la llamada prensa cultural, integrada por fotógrafos, camarógrafos y redactores. Estos últimos, cultivando su proverbial tradición de incompetencia no reprodujeron los textos de los comentaristas; en el colmo de su tontería no fueron capaces de transcribir de sus grabadoras al papel o la pantalla los dos breves poemas (uno inédito) que leyó Lizalde. En fin, hay cosas —Epicteto dixit— que es imposible cambiar.

El Poeta, elegante siempre, vestido de azul —el traje, la camisa y la corbata franjeada— saca una hoja de papel bond de su fólder, la dispone cuidadosamente y lee:

 

Vuela el tiempo, pájaro mayor, dicen los poetas. Envejecemos, morimos, nos degradamos, pero no es por el tiempo en que vivimos ni por el que nos resta, porque el tiempo no existe… nosotros somos el tiempo.

 

Y recuerdo una elegía de Albio Tibulo (54-19 a.C.):

 

Jóvenes, amad a las Piérides y a los doctos poetas, y no sobrepujen a las Piérides presentes de oro. Por el canto es púrpura la cabellera de Niso: si no existieran cantos no brillaría el marfil en el hombro de Pélope. A quien canten las Musas, vivirá mientras la tierra, robles, mientras el cielo, estrellas, mientras el torrente, aguas tenga. Pero quien no oye a las Musas, quien vende el amor, que ése siga el carro de Ope, la del Ida, y que recorra en sus vagabundeos trescientas ciudades y se corte los viles miembros entre tonadas frigias. Venus misma desea que haya sitio para ternuras; ella favorece a las suplicantes quejas, y a los míseros llantos.

 

Pienso que ahora tengo frente a mis ojos la prueba de verdad de los versos de Albio Tibulo: el poeta Eduardo Lizalde, en la plenitud de sus 90 años dicta lección de poesía y de varonil elegancia. “A quien canten las Musas, vivirá…” A Lizalde le cantan las musas y por eso es eterno, o casi.

Ovidio (43 a.C.-17 d.C.) en “Las Metamorfosis”, escribió que las hijas de Piero desafiaron a las Musas y fracasaron siendo convertidas en urracas: Retaron: “Cesad al indocto pueblo con esa vana dulzura de engañar.”

Por otra parte, Pausanias (siglo II) en “La descripción de Grecia” afirma, en contrario, que son las mismas, las unas y las otras. Evidentemente Albio Tibulo comparte esta visión. Y Lizalde y yo.

Leamos lo que tal vez leyó el poeta en la reunión siguiente a la de la Capilla, la oficiada en el legendario Bar Martín Garatuza:

 

EPÍGRAFE 90

Infancia y juventud, dicen mis amigos —los doctos poetas enamorados de las caprichosas Piérides, doncellas de fascinantes talles— infancia y juventud, decía, son los polos del péndulo de nuestra breve vida.

La muerte dichosa del senecto vate, en la gracia de su beatitud excelsa, devolverá a sus últimos días el prístino fulgor de la niñez eterna.

 

Adenda: El sábado 29 de junio veo en Excélsior una fotografía del Poeta. Sentado a la mesa del presídium en la Capilla Alfonsina, se dispone a trazar su autógrafo en las páginas de un libro empuñando con la diestra un horroroso bolígrafo de plástico amarillo; lleva en la siniestra el capuchón azul del desagradable instrumento de escritura. Para mí es evidente que la foto está adulterada por los enemigos de Lizalde, ya que el Poeta jamás escribiría con un objeto de tal vileza.

 

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