Antonio Bello Quiroz
Nunca vi ejemplo más completo de español.
¡Qué fanático!
Sigmund Freud
El pintor Salvado Dalí mantuvo con el psicoanálisis vínculos en por lo menos tres dimensiones. En principio como influencia en su creación artística, más tarde a partir de la teoría en el campo de las psicosis y, además, en sus encuentros con las figuras más relevantes: desde luego Freud, y Jacques Lacan.
Los surrealistas, aquellos que conformaron un movimiento literario-artístico que buscaba traducir sin mediación las imágenes de procedencia psíquica, habían tomado a Sigmund Freud como su santo patrono; sin embargo, el psicoanalista los consideraba locos absolutos, con excepción del pintor Salvador Dalí, para quien mantiene una opinión distinta. Al respecto le escribía al escritor Stefan Zweig: “Pero el joven español, con sus ojos cándidos y fanáticos y su innegable maestría técnica, me ha sugerido otra apreciación y a reconsiderar mi opinión.”
Freud y Dalí se encontraron en Londres el 19 de julio de 1938. El pintor visita al maestro vienés en compañía del poeta Edward James y el mismo Stefan Zweig. Sobre este encuentro, según escribe Dalí en su Diario de un genio, hablaron poco pero se devoraron mutuamente con la vista: “Freud sabía poco de mí, fuera de mi pintura, que admiraba, pero de pronto sentí el antojo de aparecer a sus ojos como una especie de dandi del intelectualismo universal.”
Como quien va a la Meca, Dalí ya había estado antes en Viena en tres ocasiones intentando conversar con Freud. No tuvo éxito: cada vez que lo buscó el psicoanalista estaba delicado de salud. El pintor se conformaba con vagar por las calles de Viena sosteniendo charlas imaginarias con Freud. Dalí cuenta una anécdota, por lo demás elocuente, de su afán de conocer al santo patrono: en una ocasión se encuentra en un restaurante de la región de Sens, en Francia, comiendo uno de sus platos favoritos: caracoles. De pronto ve una fotografía de Freud en un periódico que alguien leía junto a él. Pidió un ejemplar del diario y leyó la nota que anunciaba que Freud, desterrado, había llegado a París y describe: “No nos habíamos repuesto del efecto de esta noticia cuando lancé un grito. ¡En aquel mismo instante había descubierto el secreto morfológico de Freud! ¡El cráneo de Freud es un caracol! Su cerebro tiene la forma de una espiral —¡que hay que sacar con una aguja! Este descubrimiento influyó mucho en el dibujo de su retrato que hice más tarde del natural, un año antes de su muerte…” Para Dalí, el cerebro de Freud es de los más “sabrosos e importantes de la época”.
Salvador Dalí realiza un retrato al carbón a Sigmund Freud como evocación de un caracol de Borgoña. Para el genio de la pintura era muy importante conocer la reacción y opinión de Freud sobre esta obra y le insistió a Stefan Zweig, cercano a Freud, que le transmitiera cualquier comentario proveniente del admirado psicoanalista.
Algunos meses después del encuentro entre Freud y Dalí en Londres, el pintor se encuentra con Zweig en Nueva York y, ante la insistencia del español por conocer la reacción de Freud, el escritor le da un escueto “le gustó mucho”. Sólo tiempo después, ya cuando Zweig se había suicidado, Dalí, leyendo la obra póstuma El mundo de ayer de su amigo escritor se entera de que Freud jamás había llegado a ver su retrato. Ante esta revelación Dalí hace una interpretación y da nuevamente muestras de su megalomanía, señala que Zweig no quiso sobresaltar a Freud con esa obra, comprendió que esa obra “presagiaba la inminente muerte de Freud”. Escribe Dalí en su Diario íntimo: “sin darme cuenta dibujé la muerte terrestre de Freud, en ese retrato al carbón que hice un año antes de que muriera”.
Salvador Dalí, quien se consideraba a sí mismo como “un delirio viviente y controlado”, se mantuvo cerca del psicoanálisis, a tal grado de escribir un artículo que él pretendió con carácter científico, denominado “Mecanismo interno de la actividad paranoica”.
Desde la teoría, el pintor también pretendió entablar una relación “científica” con quien será el referente contemporáneo del psicoanálisis, el francés Jacques Lacan.
Para Dalí su ser estaba ligado al delirio y el delirio a su ser y reconoce que Lacan ilustra científicamente un fenómeno oscuro para la mayor parte de nuestros contemporáneos, la cuestión de la paranoia, mostrando que el deliro es una sistematización en sí mismo que no se puede desprender de la historia de quien lo vive, no le es algo ajeno sino la expresión más clara y extrema de sí mismo.
El encuentro entre el genio catalán y el psicoanalista francés, quien se interesa en sus inicios particularmente por la paranoia, no puede ser más elocuente y, aunque largo, vale la pena conocerlo en las propias palabras de Dalí:
“Lo desee o no, parezco destinado a una excentricidad truculenta. Tenía treinta y tres años. Un día en París me llamó por teléfono un joven y brillante psiquiatra. Acababa de leer un artículo mío en la revista Minotauro sobre “Mecanismo interno de la actividad paranoica”. Me felicitó y expresó su asombro ante la exactitud de mi conocimiento científico de esta materia, tan mal comprendida usualmente… Deseaba verme para discutir conmigo toda esta cuestión. Convenimos en vernos a hora avanzada aquella misma tarde, en mi estudio de la calle Gaudet. Pasé toda la tarde en un estado de agitación extrema, ante la perspectiva de nuestra entrevista, e intenté planear por anticipado el curso de nuestra conversación. Mis ideas eran tan a menudo consideradas, aún por mis más íntimos amigos del grupo surrealista, como caprichos paradójicos —con matices geniales, por supuesto—, que me halagaba ser finalmente tomado en serio en círculos estrictamente científicos. De ahí que estuviera ansioso de que, en nuestro primer intercambio de ideas, todo fuese perfectamente normal y serio. Mientras aguardaba la llegada del joven psiquiatra, continuaba trabajando de memoria en el retrato de la vizcondesa de Noailles, en el cual me ocupaba entonces. Esta pintura era ejecutada directamente sobre cobre. El bruñido metal reflejaba la luz como un espejo, lo que me impedía ver claramente mi dibujo. Observé, como ya lo notara antes, que veía mejor lo que hacía allí donde los reflejos eran más brillantes. Al momento pegué a la punta de mi nariz un cuadrado de papel blanco de 2.5 cm. Su reflexión hacía perfectamente visible el dibujo de las partes en que trabajaba.
”A las seis en punto —hora convenida de la visita— sonó el timbre de la puerta. Guardé apresuradamente mi cobre, entró Jacques Lacan e inmediatamente nos lanzamos a una discusión tecnicísima. Tuvimos la sorpresa de descubrir que nuestras opiniones eran igualmente opuestas, y por las mismas razones, a las teorías constitucionales aceptadas entonces casi unánimemente. Conversamos durante dos horas en constante tumulto dialéctico. Partió con la promesa de que mantendríamos un contacto constante y nos veríamos periódicamente. Después de su partida, me puse a pasear por mi estudio intentando reconstruir el curso de nuestra conversación y sopesar más objetivamente los puntos en que nuestros raros desacuerdos pudieran tener verdadera importancia. Mas cada vez estaba más perplejo por la manera, más bien alarmante, en que el joven psiquiatra me escudriñaba el rostro de vez en cuando. Era caso como si el germen de una extraña, curiosa sonrisa quisiera entonces transparentarse en su expresión. ¿Estaba estudiando los efectos convulsivos, en mi morfología facial, de las ideas que agitaban mi alma?
”Encontré la respuesta al enigma cuando fui a lavarme las manos (éste, dicho sea de paso, es el momento en que se ven toda clase de cuestiones con la mayor lucidez). Pero en esta ocasión lo que me dio la respuesta fue mi imagen en el espejo. ¡Había olvidado quitar de mi nariz el cuadradito de papel blanco! Durante dos horas, había discutido cuestiones del carácter más trascendental en el tono de voz más preciso, objetivo y grave, sin darme cuenta del desconcertante adorno de mi nariz. ¿Qué cínico habría podido representar conscientemente este papel hasta el fin?”
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