(Ernesto Laclau. Parte I)
Cúmulo Obseso / Aarón B. López Feldman
La historia de las ciencias sociales puede ser vista desde múltiples frentes. El más común (y peligroso, por su capacidad de sedimentarse), es el cronológico: las sociales empiezan, nos dice este frente, en el siglo XVIII, con antecedentes en la filosofía antigua. El problema con esta perspectiva es que nos hace pensar que las ciencias han ido progresando poco a poco, superando obstáculos, hasta llegar a nuestros días: la cúspide de la verdad (ahí nos colocamos cuando ponemos en uso, por ejemplo, un enunciado del tipo: “no es posible que en pleno siglo XXI alguien siga pensando que…”).
Un frente más fructífero, aunque resbaloso, para entender el tiempo de las ciencias sociales es a través de una lectura discontinua, enfocada no en la cronología (los paradigmas, las tradiciones, las corrientes) sino en los debates epistemológicos que las han cruzado; esto es, los debates sobre cómo es posible conocer la realidad social (a través de qué relaciones entre el que conoce y lo conocido, y entre ellos y los procedimientos para conocer). Al no ser lineales, estos debates no se resuelven ni se superan de manera definitiva, se mantienen como preguntas abiertas a las que se puede responder desde distintos posicionamientos conceptuales.
Enfocarse en los debates permite poner en juego, al mismo tiempo, a los “clásicos” con los contemporáneos, y entender la historia de las malditas (lejos de la narrativa de la acumulación y el progreso) como una historia de respuestas tentativas a las grandes preguntas sobre las posibilidades del conocimiento social.
Lo anterior no significa que las ciencias sociales no avancen nunca o que sean un discurso igual entre otros. Se trata, como vimos hace algunas entregas (https://cutt.ly/TsvJBeq), del arte inestable y tenso de teorizar. Cuando se avanza (si es que se avanza), no es por acumulación y continuidad, sino por disputa y discontinuidad. Si se avanza es en espiral, no en línea recta. Este frente de lectura sobre la historia de las ciencias sociales tampoco significa que éstas sean atemporales; al contrario, están llenas de tiempo, pero un tiempo no dominado por el fetiche de lo clásico, sino por las disputas entre lo que fue y lo que pudo ser, entre lo que está aquí pero podría estar de otro modo, entre lo que podría llegar y lo que se ha producido como imposible.
Si hacemos el ejercicio epistemológico de agrupar los posicionamientos de las ciencias sociales según los grandes debates que las han conformado, tenemos que incluir, al menos, a los siguientes: objetivismo vs. subjetivismo, materialismo vs. idealismo, esencialismo vs. constructivismo, universalismo vs. particularismo, estructura vs. agencia, coherencia vs. conflicto. Estos debates no están aislados ni son autónomos; de hecho, suelen estar cruzados por preguntas similares que únicamente se distinguen por su escala y su nivel de abstracción. Tampoco se trata de pares de opuestos, sino de relaciones conceptuales. Muchos de ellos funcionan mejor desde una síntesis parcial, la cual hace de cada polo del debate sólo una fase del conocimiento (primero el momento objetivista, luego el momento subjetivista; primero la dimensión estructural, luego la dimensión de la agencia). Pero, aunque ésta sea una época en la que se aplauden con fervor las síntesis y los intentos de conciliación, no todo puede ser reconciliado, o al menos no sin privilegiar acríticamente a una de las partes. Aquí me detendré (sin ánimo de agotarlo y con la intención de regresar a él en la próxima entrega) en uno de esos debates irreconciliables: la disputa entre las posiciones coherentistas y las posiciones conflictivistas en las ciencias sociales.
Las posiciones coherentistas parten de un supuesto ontológico (es decir, un supuesto sobre qué es lo real y de qué está hecho) que deriva en procedimientos epistemológicos (en modos para conocer eso que se definió como lo real). Este supuesto afirma lo siguiente: lo social tiende a cierto equilibrio entre sus partes, a una relativa homogeneidad y neutralidad. La realidad social, desde esta perspectiva, es una totalidad completa y autocontenida, sustentada en el diálogo, el contrato, el consenso autorregulado. Con frecuencia, el coherentismo sí suele considerar al conflicto como un elemento estructurador de la vida social, pero lo hace como una fase que será resuelta por las propias dinámicas del consenso. El conflicto, desde esta perspectiva, termina siendo útil, funcional a la totalidad coherente.
Las posiciones conflictivistas, por su parte, asumen (también a nivel ontológico con consecuencias epistemológicas) que lo social es un campo de batalla, una totalidad en disputa (para algunos, incluso, una totalidad incompleta), una relación desigual y asimétrica de fuerzas. Desde este enfoque, no existe la neutralidad, pero sí los efectos de neutralización (es decir, los efectos de actuar como si algo fuese neutral, aunque no lo sea). Aunque las posiciones que enfatizan el conflicto pueden incluir en su proceder la lógica del amigo/enemigo, no se reducen necesariamente a ella, y el conflicto consigue generar largos periodos de sedimentación y de relativa estabilidad.
Como en todo ejercicio del pensamiento, no hay ejemplos puros que encarnen uno u otro de los polos, pero sí referentes ejemplares que se aproximan a ellos y que lo hacen no sólo en el modo en que fueron conceptualizados originalmente, sino también en las formas en que han sido entendidos, utilizados y replicados. Del lado del coherentismo, el referente más visitado ha sido el funcionalismo, mientras que del lado del conflictivismo, el referente más manoseado ha sido el marxismo y el postmarxismo. En la próxima entrega me ocuparé de un autor posmarxista que explica la sociedad desde el conflicto: Ernesto Laclau.
Para más material sobre “las malditas” visita https://www.facebook.com/lasmalditascienciassociales/
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